| AL TOMARSE EL PODER EN BOLIVIA, EL PRESIDENTE DAZA DECRETÓ UN IMPUESTO ILEGAL CONTRA LOS INVERSIONISTAS CHILENOS POR SUGERENCIA DEL PERÚ, QUE VIOLABA EL TRATADO DE 1874 SUSCRITO CON CHILE, PAÍS QUE, AL VER ALTERADA LA CONDICIÓN POR LA CUAL HABÍA CEDIDO ANTOFAGASTA A BOLIVIA, DECLARÓ ROTO EL ACUERDO Y REIVINDICÓ SU TERRITORIO OCUPÁNDOLO EN FEBRERO DE 1879. EN TANTO, EL PERÚ ENVIABA A CHILE A SU MINISTRO LAVALLE PARA GANAR TIEMPO MIENTRAS SE PREPARABA PARA CUMPLIR CON SU PARTE DE LA ALIANZA. HASTA EL DÍA DE HOY, AUTORES PERUANOS Y BOLIVIANOS HAN DIFUNDIDO UNA SERIE DE MITOS AUTOEXPIATORIOS Y VICTIMISTAS SOBRE LOS HECHOS CULMINANTES QUE PROVOCARON LA GUERRA, COMO AQUEL DEL "ARMAMENTISMO CHILENO", LA INFLUENCIA INGLESA EN CHILE Y LA "AYUDA MILITAR BRITÁNICA", ENTRE OTROS VARIOS AQUÍ ABORDADOS. *******************************************
En 1866 Chile y Bolivia suscribieron un Tratado Limítrofe que creaba un área de medianería o repartición de ganancias entre los paralelos 23º y 25º, de cordillera mar. Bolivia planteó una serie de discrepancias, especialmente por la posesión del mineral de plata de Caracoles, lo que condujo a la firma de un nuevo acuerdo: el Tratado de 1874. Por este nuevo pacto, se establecía el límite "definitivo" de ambas naciones en Atacama a la altura del paralelo 24º, pero se exigía que las empresas chilenas que se habían establecido en el territorio de Antofagasta y que había pertenecido a Chile, no fueran castigadas con nuevos impuestos por un plazo de 25 años. Es decir, existía una modalidad condicionada o resolutoria que obligaba a las partes y que determinaba la validez y vigencia del acuerdo. Sin embargo, al momento de firmarse en nuevo tratado, Bolivia ya llevaba más de un año comprometida con Perú en un Tratado de Alianza Secreta contra Chile firmado en 1873, en momentos en que el país incásico había iniciado un plan de estanco del salitre de Tarapacá ante el decaimiento del negocio de la extracción de guano, del que el nitrato era su principal competidor. Al llegar al poder Manuel Pardo y advertir que el monopolio sólo había ayudado a sobreproducir salitre y a hacer caer el negocio calichero, organizó una junta de empresarios del salitre liderada por Gildemaister y decidió buscar con ellos una salida a la crisis procurando que el monopolio del Perú llegara hasta la producción de nitratos en Atacama, donde la industria era enteramente controlada por capitales y trabajadores chilenos, pero controlada formalmente por Bolivia desde la firma del Tratado de 1866. En ese momento, Lima comenzaba a insistir majaderamente a La Paz en romper con Chile, al tiempo de buscar un acercamiento aliancista con la Argentina. El Tratado de 1874 se firmó durante el breve último Gobierno de Tomás Frías en Bolivia. Sin embargo, en mayo de 1875, éste fue derrocado por el temido líder de los Colorados, General Hilarión Daza, quien acariciaba con entusiasmo la idea de romper con el tratado que había firmado su antecesor y veía con buenos ojos los intentos de Pardo por correr a los chilenos de Tarapacá y de Antofagasta. En 1876, Pardo se acercaba al final de su mandato temeroso de no poder concretar su aspiración aliancista, como consecuencia de los múltiples tropiezos. La llegada de dos buques de guerra blindados a Chile había provocado el titubeo de los demás integrantes del cuadrillazo, por lo que se le hizo necesario un brusco cambio de estrategia que no alterara la consolidación del monopolio salitrero del Perú. Al ser sucedido en el poder por el mucho más moderado General Mariano Ignacio Prado, éste frenó en parte la acción agresiva y temeraria dejada por el Gobierno pardista, pero continuó perfectamente con los planes comerciales monopólicos sobre el salitre de los productores chilenos. La persecución comercial contra los chilenos por el estanco había hecho desaparecer a la mayoría de sus empresas en Tarapacá, para 1878. De las pocas que quedaban a la sazón, sólo dos seguían siendo enteramente chilenas y trabajaban con contratos de producción extendidos por el Gobierno del Perú, significando poco más del 5% de las ventas de salitre en la región. El representante diplomático de México en Chile, don Santiago Sierra, declararía en julio de ese mismo año que la culpa de estas pérdidas chilenas eran responsabilidad de los peruanos, a raíz de las medidas monopolistas, agregando que los empresarios chilenos ya habían perdido unos 15 millones de pesos. Aunque su cálculo parece demasiado alto, Sierra alegaría que el Tratado de Alianza Secreta tenía, precisamente, la intención de prevenirse de cualquier reacción chilena ante estos atropellos. Buena parte del interés peruano en eliminar la competencia chilena derivaba de la urgencia de revitalizar el comercio de algunas provincias del Sur del país, afectadas históricamente por separatismos y por el abandono del Gobierno central, además de la falta de desarrollo económico por las limitaciones de su comercio. Carlos Varas reproduce en su trabajo "Tacna y Arica bajo la soberanía chilena" (Imprenta de "La Nación", Santiago de Chile, 1922, pág. 38 y 39) una nota presentada por el Concejo Departamental de Tacna al Ministerio de Gobierno, Policía y Obras Públicas precisamente en este período, el 18 de marzo de 1878, donde los firmantes declaraban lo siguiente:
Para sorpresa de los investigadores, en este mismo documento los Concejales advierten al Gobierno de lo siguiente (los destacados son nuestros):
La renovación de este acuerdo sería la llave usada por Perú para motivar de modo condicionado a Bolivia para provocar la ruptura con Chile, según veremos. A lo señalado debe sumarse que, ante la ola de abusos y excesos cometidos contra los ciudadanos chilenos en los desiertos, La Moneda se vio en la necesidad de intentar persuadir al Gobierno de Bolivia en favor de los obreros -y casi de mala gana- de la necesidad de apagar cualquier posible incidente antes que éste estallase, contradiciendo otra de las tantas leyendas de la historiografía boliviana, que asevera un falso e imaginario "apoyo" a los brotes de rebelión que espontáneamente fueron surgiendo en Antofagasta y Mejillones, producto de estos atropellos. Sin embargo, en su momento la falta de fuerza y decisión de parte del recientemente asumido Presidente Aníbal Pinto Garmendia, fue interpretada erradamente por el General Daza como un temor hacia el cuadrillazo del que Bolivia ya era parte y que él ya lo suponía conocido en Chile por las advertencias brasileñas hechas al respecto unos años antes, en circunstancias de que el nuevo mandatario lo ignoraba por completo. Con este envalentonamiento, se negó a reconocerle en su país potestad a las representaciones consulares de Santiago que buscaron asistir a los chilenos que, desesperadamente, clamaban ayuda tras las masacres de Caracoles y Antofagasta, realizadas por autoridades policiales bolivianas. Las insistencias chilenas lograron sólo una convención consular, suscrita el día 12 de enero de 1878 y promulgada tras su paso por la Asamblea el 12 de febrero, pero que en la práctica tuvo muy poco valor, pues sólo se hizo para ganar tiempo, como veremos. De hecho, en el intertanto, el día 9 de febrero el Canciller de Bolivia don José M. del Carpio, transcribía un informe a los delegados en el litoral sobre estas cosas, en las que hablaba de los chilenos como "vagos peligrosos", en otra muestra del verdadero sentimiento que se deslizaba entonces por los desiertos y particularmente desde La Paz, con un Gobierno que los autores bolivianos se esmeran en intentar describir como pacífico y sereno. Buscando consolidar sus objetivos, el Gobierno del Perú esperaba con atención el surgimiento inminente de un nuevo conflicto entre Bolivia y Chile, precisamente en aquellos días de abril de 1878 cuando debía discutirse entre Lima y La Paz una renovación del acuerdo de Aduana Común en Tacna y Arica que hemos visto en la solicitud del Concejo Departamental tacneño al Gobierno Supremo. Como el acuerdo comercial expiraba por esos mismos días, Bolivia estaba en estado de subordinación al interés de Lima en las cuestiones del Pacífico. Según suponía Prado, en una nueva ruptura de Bolivia con Chile, La Moneda no se atrevería a presentar sus blindados contra los tres países aliados, pues confiaba en la reintegración de Argentina al cuadrillazo según lo había ideado su antecesor Pardo. En tal circunstancia y de acuerdo a lo dispuesto, Chile debería aceptar una mediación de parte del Perú, que ciertamente habría sido absolutamente desfavorable al interés de Santiago. Con tal motivación, se habían reiniciado conversaciones secretas entre ambos aliados a principios de ese año 1878, casi simultáneamente a las afinaciones últimas del Acuerdo de Aduana Común. Bastó con una pequeña oferta peruana de libertad de tránsito para Bolivia en los puertos de Arica y Mollendo, para convencer completamente al Altiplano del peligroso camino de rompimiento con Chile. Fue por esto que, tan pronto se firmó la convención consular, Daza comenzó la tarea de negociar el nuevo plan aduanero y solicitó expresamente a la Asamblea su sumisión a los términos de negociación propuestos por el Perú. Rara vez se habla de estos temas en las fuentes regulares de la historia oficial peruana y boliviana, a pesar de que están perfectamente documentados. El 14 de febrero de 1878, el organismo legislativo altiplánico aprobó el nuevo proyecto acordado con Perú, bajo la condición de exigir un mínimo de 10 centavos por quintal al salitre exportado por la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta, en una abierta violación del Tratado de 1874. Sin embargo, la ejecución del mismo se postergó hasta el 15 de octubre, fecha en la que debía firmarse con Perú el nuevo Tratado de Comercio y Aduanas. Para realizar estos actos política y diplomáticamente bárbaros y groseros, Daza se valió de una obsoleta y nunca comunicada promulgación del 29 de noviembre 1873, poniendo apresuradamente en vigencia su texto, según el cual el Ejecutivo solicitaba a la Compañía ese tributo de 10 centavos por quintal español. Un decreto que, dicho sea de paso, hubiese quedado automáticamente anulado por el Tratado de 1874 en caso de haber tenido la validez que pretendió darle el Altiplano. Resulta en extremo sospechoso, entonces, que existiera secretamente desde temprano en el contexto de la vigencia de la Alianza que ya se tenía suscrita con Perú. No contentos con el gravamen, la saña boliviana contra la Compañía llegó a niveles de descaro sorprendentes, al decretar, simultáneamente, que esta sociedad debía cargar con el derecho municipal para alumbrado público y con el de embarque de navíos en el puerto. En nuestros días, los autores e historiadores bolivianos han hecho correr aluviones de tinta intentando demostrar que el gravamen era liviano y que no afectaba la actividad minera, por lo que la reacción chilena habría sido intencionalmente exagerada y oportunista, para provocar la guerra usándolo como pretexto mientras seguía con el dedo las aseveraciones de la teoría que instaló en la historiografía oficial altiplánica, a principios del siglo XX, el político e historiador boliviano Alberto Gutiérrez y luego, en parte también, Alcides Arguedas. El hecho real es que, en términos de la magnitud de producción y de valores para la época, era un impuesto abusivo, pues la industria de Antofagasta no era de tantas utilidades como ocurría con el nitrato peruano competidor, dada la inferior calidad del salitre atacameño en pureza, que encarecía los costos de lavado y purificado. Otro factor determinante sobre la naturaleza del mentado impuesto, era que muchos de los miembros de la Asamblea boliviana que aprobaron la medida impositiva, tenían lucrativos intereses sobre las actividades salitreras y mineras, precisamente, a pesar de que el relato histórico oficial boliviano le imputa este cargo a la aristocracia chilena y su influencia sobre la ocupación de Antofagasta. Resulta extraño encontrar el reconocimiento de estos hechos en las fuentes bolivianas, pero, de cuando en cuando, éstas aparecen (por ejemplo: editorial titulada "La guerra se desarrolló marcada por la derrota", del diario "La Razón" de Bolivia, del miércoles 23 de marzo de 2005). Además, era claro que el impuesto sería el primero de varios más que Bolivia intentaría meterle al salitre chileno en caso de aceptarse éste, cumpliendo con la forma tradicional en que el fisco de las malas administraciones se provee de recursos y que era lo que precisamente quería evitarse al incluir la cláusula del tratado con dicha prohibición. Al aceptar este abuso, además, se iba a permitir que el Tratado de 1874 quedara sujeto a tantos cambios unilateralmente dispuestos como Bolivia estimase conveniente a futuro, violándose así la esencial intangibilidad de los tratados internacionales, principio que nunca ha sido del buen gusto de las clases políticas del Altiplano. No había duda de que el Perú estaba detrás de esta decisión del impuestos de los 10 centavos. Así lo manifestó hasta el Barón D'Avril, representante de Francia en Chile, nación que, por motivaciones comerciales, había apoyado la posición de los aliados desde mucho antes de la guerra. Pasado el tiempo, para el 12 de febrero de 1879, don Rafael Vial escribía a Domingo Santa María desde Lima confirmando esta sentencia: "La idea del impuesto la concibió el Ministro argentino, se la insinuó al de Bolivia, que es un pillete, y a Irigoyen que es un alterego y que está siempre dispuesto a todo lo que es perjudicial para nuestro país".
El 23 de febrero de 1878, el Gobierno boliviano distribuyó el bando de ejecución por el litoral, a pesar de la postergación. Notificado, el Gerente de la Compañía, don Jorge Hicks, envió a Francisco Puelma a Santiago para poner en conocimiento de La Moneda la grave violación. El Presidente Pinto instruyó al Encargado de Negocios en Bolivia, don Pedro Nolasco Videla, para apoyar en nombre de Chile los reclamos de la Compañía. Veremos que Hicks llegó a ser apresado por las autoridades bolivianas para que pagase el dinero exigido. No hubo respuesta del Gobierno de Bolivia al reclamo chileno, lo que motivó una protesta el día 2 de julio, donde se recordaba la prohibición a impuestos del Tratado de 1874 y se evocaba como verbi gracia al caso del tributo de tres centavos por quintal de salitre que había sido exigido por la Municipalidad de Cobija y Antofagasta, en mayo de 1875, y que fue declarado ilegal y revocado judicialmente por la propia autoridad boliviana, poco después. Esta era una asombrosa y clara muestra de la ilegalidad del impuesto decretado ahora por la Asamblea de Bolivia, pues en la ocasión señalada, el Concejo Departamental lo rechazó, siendo declarado nulo, a continuación, por el Consejo de Estado, precisamente por violar el Tratado de 1874. Sin embargo, estos hechos había tenido lugar hacia el final del Gobierno de don Tomás Frías, uno de los pocos mandatarios altiplánicos de origen enteramente hispánico, no enredado en los caudillismo locales ni comprometido en prácticas donde poco importaban la legalidad y el Estado de Derecho, como era el caso inverso de Daza. Increíblemente, veremos que esta nota demoró otros cinco largos meses en ser respondida. Mientras tanto, en su insólita inconciencia sobre el peligro que realmente caía sobre Chile, Pinto llegó al extremo de intentar vender los recién adquiridos blindados "Cochrane" y "Blanco Encalada", a principios de 1878, para obtener dinero que palease la crisis financiera por la que Chile pasaba en aquellos días. El mandatario seguía convencido de que La Paz cedería frente al peso del Derecho Internacional y del respeto a los tratados, cortando la respiración al puñado de chilenos que conocían o sospechaban de la existencia del Tratado de Alianza que los americanistas se negaban tercamente a creer, reclamando que se trataba de una calumnia para poner en duda la hermandad regional. Otra prueba del uso condicionado que Perú le estaba dando al Acuerdo de Aduana Común con Bolivia para motivar la ruptura de esta última con Chile, vino a aparecer en la respuesta que el Ministerio de Gobierno, Policía y Obras Públicas le entrega en nota del 26 de marzo de 1878 al Concejo Departamental de Tacna luego de la desesperada solicitud de renovar dicho acuerdo aduanero por el bien del comercio tacneño y ariqueño, que hemos visto más arriba. En el bando de contestación, el Gobierno Supremo espetaba con inusitada y tiránica arrogancia a los Concejales, según la reproduce Carlos Varas en su obra antes citada (pág. 39 y 40):
Como se observa, el Gobierno del Perú mantenía en exigente y dictatorial suspenso todavía todo lo relativo a su postura sobre la renovación del Acuerdo de Aduana Común, sin anticipar su interés en la aprobación o rechazo. Esto es explicable precisamente en la situación de espera en que permanecía Lima, atenta a que Bolivia cumpliera con su parte de estos acuerdos de ruptura con Chile iniciados con la promulgación del bando del 23 de febrero que exigía el pago del impuesto, sólo nueve días después de la aprobación del convenio aduanero en su Asamblea, como hemos visto.
Autores bolivianos y peruanos, en tiempos posteriores, se han fatigado intentando explicar que la Compañía de Salitre y Ferrocarriles de Antofagasta era en realidad un ente de origen inglés, y que Chile defendía, por consiguiente, intereses comerciales británicos al no aceptar este impuesto, sujetándose del Tratado de 1874. Hablan sueltamente de la "compañía inglesa", sin tomarse jamás la molestia de demostrar claramente que se trataba de una sociedad con tales características. Desde las sendas campañas diplomáticas bolivianas, iniciadas durante las controversias de la primera mitad del siglo XX y en las que expusieron su visión de estos hechos buscando apoyo de la comunidad internacional para revisar el Tratado de 1904, ésta versión ha gustado mucho a los grupos de tendencia socialista en la región continental, sedientos de interpretaciones materialistas y económicas de la historia, así como a los seudo americanistas, siempre dispuestos a dar cabida a versiones paranoicas de la historia para exculpar a los pueblos americanos de sus propios males y señalar al mundo hispánico y anglo-sajón como responsables de la inferioridad o del pauperrismo de nuestras naciones latinoamericanas. Salvo en los casos originados por motivaciones religiosas o sectarias, los entreguistas que, tropezadamente y de cuando en cuando, se escuchan en Chile solidarizando con el mismo discurso de Bolivia respecto de esta materia, invariablemente pertenecen a uno de esos dos grupos. Lo cierto es, sin embargo, que la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta había sido fundada en Chile en 1872 con el nombre de Melbourne Clark y Cía., con un capital de unos 2.500.000 pesos, figurando como principales socios los chilenos Agustín Edwards y Francisco Puelma, este último amigo y socio de José Santos Ossa, descubridor del Salar del Carmen, donde trabajaba la empresa. Su directorio se encontraba en Valparaíso y la participación inglesa en la sociedad no llegaba ni a un tercio de la misma, correspondiendo al aporte capital de la firma de Williams Gibbs. De este modo, no hay razones comerciales ni legales para considerar que la Compañía no era esencialmente chilena, como lo era también todo el personal técnico y los miles de obreros que operaban para ella directa o indirectamente en la zona. Cabe indicar que la organización de compañías inglesas explotando minerales en Chile y en los países del entorno, se remonta más o menos a 1825, apenas fueron liberadas las colonias de América del Sur, y no correspondieron, por lo tanto, a ningún fenómeno asociado estrictamente al período de gestación de la Guerra del Pacífico, como se ha pretendido. Incluso en famoso oficial inglés que participó en la Independencia de Chile, Coronel William De Vic Tupper, solicitaba en mayo de ese año su incorporación a una de estas nacientes compañías, al prever que la contratación de los servicios de militares extranjeros como él se harían innecesarios prontamente. Por supuesto que nadie se le ha ocurrido condenar la Independencia de América poniendo el acento en la presencia de esta clase de intereses británicos en la ex colonias, o incluso las interferencias de factores esencialmente comerciales de parte de los ingleses, que se vieron, por ejemplo, en el proceso independentista de la Argentina. El anatema de la "compañía inglesa" para referirse particularmente a la empresa salitrera de Antofagasta esconde, sin embargo, una verdad mucho más oscura y siniestra de la que los ex aliados pretenden adjudicarle a la empresa... El fracaso de las gestiones de estanco del Perú, le había hecho comprender a Lima que en los territorios que competían contra Tarapacá por la producción del nitrato, es decir, Atacama, había dos sectores claramente definidos y distinguibles:
Pero el Convenio que la Compañía había logrado con el fisco boliviano en 1873 y luego las garantías del Tratado entre Chile y Bolivia de 1874, imposibilitaban al Perú de poder acceder tan fácilmente a estos terrenos calicheros, del modo que lo había logrado en El Toco. La acción final, necesariamente, tenía que pasar por La Paz. He ahí gran parte del origen del impuesto de 1878, cuyo objetivo era sacar a la Compañía eliminando la competencia que tenían contra los productores de Tarapacá. Cuatro años más tarde, a propósito del sentido real que tenían estas medidas, el Secretario personal del General peruano Miguel Iglesias, don Julio Hernández, durante la Asamblea del Norte del Perú recordaba amargamente, ya en plena guerra: "Chile era nuestro aliado hasta 1872 ¿Quién dio el pretexto para la enemistad de Chile? ¿Quién nos hizo más débiles por mar y tierra? ¿Quién nos condujo a la ruptura maniatados?: El Gobierno del Señor Pardo, ese Gobierno a quien se acaba de llamar glorioso... ¡El más glorioso del Perú!"
¿A qué se refería Hernández? Como se sabe, 1872 había sido el año en que se supo en Lima que la compra chilena de los dos blindados se había concretado, iniciando el Presidente Pardo las gestiones para tratar de constituir la Alianza del Pacífico -con Bolivia y Argentina- contra Chile, país que estaba en situación de comenzar a ser un seria competencia para el afán peruano de primacía comercial y militar en el océano Pacífico. No es casual, entonces, que Hernández haya señalado aquel año como el del inicio de las hostilidades peruanas contra Chile. Por otro lado, se recordará que toda la infraestructura y las inversiones en la zona atacameña eran iniciativa de la propia Compañía, como sucedía con el ferrocarril y las instalaciones portuarias de Antofagasta, sobre las cuales Bolivia tenía tremendas ambiciones comparables sólo a las de Perú sobre el control del nitrato. Si el progreso había llegado a Atacama, se debía fundamentalmente a la presencia chilena en ese territorio entregado a Bolivia bajo sonatas de paz y amistad, en 1866, y a cambio de condiciones que nunca fueron respetadas por el país altiplánico. Al respecto, y aunque nos adelantemos cronológicamente en el desarrollo de los acontecimientos, vale la pena traer a colación parte del informe que el enviado peruano José Antonio Lavalle enviara a su Gobierno el 7 de marzo de 1879, pocas horas después de presentar credenciales en La Moneda con la intención de ofrecer un intento de mediación peruana en el conflicto, del que hablaremos más abajo. En este informe, y bajo el título "causas de la guerra", Lavalle intenta cargar las culpas contra Chile pero, curiosamente, no menciona siquiera la presencia de los intereses británicos que después acabarían convertidos en la muletilla oficial de la historiografía de su patria sobre la Guerra del Pacífico (los destacados son nuestros):
Intentando exculparse de la gravedad de estos hechos, autores peruanos y bolivianos han hecho caudal de las supuestas "presiones" que habría recibido el Gobierno de Chile de parte de la Compañía para "provocar" la guerra. Los únicos argumentos que ofrecen a su favor son referencias imprecisas sobre altas autoridades que tenían acciones invertidas en la firma y algunas citas de vaga y ambigua interpretación en este sentido. El primero de todos fue Mariano Felipe Paz Soldán en su "Narración Histórica de la Guerra de Chile contra el Perú y Bolivia", impreso en Buenos Aires en 1884, donde sostiene que los intereses de la Compañía antofagastina fueron los que forzaron al Gobierno de Aníbal Pinto a proteger dichas inversiones en Atacama a través de la guerra. A diferencia de otros autores, sin embargo, y tal como lo hace notar William F. Sater en el "Boletín de la Academia Chilena de la Historia" (Nº 83-84, 1970, pág. 186), "Las pruebas aducidas por Paz Soldán están lejos de ser concluyentes, pero al menos él intento documentar sus aseveraciones". Prácticamente agotadas por Paz Soldán las excusas para presentar esta teoría simplista de las causas de la guerra, autores posteriores han sido menos afortunados aún al intentar sostener lo mismo. Por ejemplo, el autor boliviano Valentín Abecia Baldivieso, en "Las Relaciones Internacionales en la Historia de Bolivia" (La Paz, 1986), siguiendo la línea tradicional de su oficio en el Altiplano, afirma temerariamente la guerra había sido provocada desde Chile por influencia de la aristocracia oligárquica, llamándola incluso "burguesía guerrista" (sic). Veremos, sin embargo, que los inversionistas chilenos interesados en preservar sus actividades en Bolivia, incluso si ello significaba la destrucción de la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta, superaban ampliamente en número, en capital y en utilidades a los de esta última, además de poseer mayores influencias sobre el Gobierno, cosa que se notó en la forma de proceder de La Moneda. Es cierto que importantes personeros de Gobierno y políticos de la época eran parte del directorio de la Compañía, como el Ministro de Guerra Cornelio Saavedra, el Ministro de Hacienda Julio Zégers, José Francisco Vergara y Jorge Ross. Sin embargo, lo que se omite decir al respecto es que las acciones de estos inversionistas juntos no llegaba... ¡ni al 1%! Es más: todos estos políticos, en lugar de actuar usando sus influencias en favor de la empresa, se colocaron detrás de las decisiones que tomara el Presidente Pinto que, como hemos visto y seguiremos viendo, actuó con excesiva debilidad y falta de previsión. Francisco Puelma, por ejemplo, a pesar de sus influencias en La Moneda, no logró convencer a Pinto de abandonar la idea de un arbitraje que iba a encomendarle a Pedro Nolasco Videla para ser presentada en La Paz, situación que puso al mandatario en fuerte tensión con la Compañía, ya casi con la guerra encima. El 10 de febrero de 1879, Pinto seguía insistiéndole al directorio en Valparaíso que no iba a impedir por la fuerza el remate:
El directorio de la Compañía llegó a sospechar que Pinto planeaba sacrificar las inversiones chilenas en Antofagasta a cambio de recuperar las buenas relaciones con el vecino, política típica y tradicionalmente propia de los entreguistas de Chile. Las razones de tales especulaciones no son fruto de la imaginación o del temor: Los inversionistas chilenos en territorios bolivianos ajenos al área litigada de Atacama, tenían muchas más influencias sobre el Gobierno y capitales comprometidos que los accionistas de la Compañía de Salitre y Ferrocarriles de Antofagasta. Mientras los últimos estaban interesados en la intervención armada de Chile para salvar las inversiones en Antofagasta, los primeros presionaban fuertemente a La Moneda para evitar el conflicto y no poner en riesgo sus propias inversiones en territorios del interior. Y, al parecer de lo que se desprende en el desarrollo de los acontecimientos, sus ingerencias eran mayores. Entre estas inversiones interesadas en evitar la contienda a toda costa, destacaban:
Lo expuesto desmiente por completo el mito de los ex aliados, respecto de que los inversionistas chilenos que se vieron afectados por el impuesto decretado por Daza fueron eficientes y exitosos incitadores de la guerra que estaba por comenzar. También demuestra la parcialidad de ciertos estudios publicados en Chile por Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, por ejemplo, titulado "Los Empresarios, la Política y la Guerra del Pacífico", de Luis Ortega (Contribuciones Programa FLACSO, Santiago de Chile, Nº 24, abril de 1984) que tan bien cayera entre los analistas peruanos de la guerra al hacer afirmaciones temerarias de evidente dogmatismo izquierdista y muy deficientemente documentadas, con un punto de partida anunciado ya en la presentación del trabajo:
De hecho, parece más fuerte la influencia de los inversionistas chilenos no en favor de la guerra, sino al contrario, por dilatar los hechos y evitar en lo posible el conflicto, para no arriesgar sus intereses comerciales en Bolivia. El desarrollo de los hechos que veremos a continuación, confirma ampliamente esta tesis.
Por insólito que parezca, un oscuro y polémico empresario chileno liderando este grupo ladraba públicamente su apoyo a la causa de Daza en Bolivia, justificando la imposición del infame impuesto de los diez centavos y respaldando a La Paz en sus más aberrantes últimas decisiones. Se trata del empresario financiero Lorenzo Claro, dueño del Banco Hipotecario y residente en La Paz. Entreguista de tomo y lomo, Claro tenía las típicas características del promedio de sus símiles a lo largo de la historia del entreguismo en Chile: esto es, disfrazado de americanista, apareciendo en el momento más apropiado para causar el mayor daño posible a los intereses de su país nativo, y en realidad motivado por sombríos intereses comerciales y personales derivados de las relaciones de su actividad bancaria con las inversiones e industrias de Atacama y de sus negocios y amistades con Daza, además de gran parte del Gabinete paceño, que los autores de los ex países aliados nunca reconocen a la hora de citar el nombre de este personaje para justificar los hechos que desataron la guerra. En contraste, por timidez o simplemente por vergüenza, rara vez los historiadores chilenos mencionan a este controvertido personaje. Claro, que era primo y hasta cierto punto influencia del Presidente Pinto, además de sus relaciones lucrativas con el Altiplano estaba motivado por una seria ignorancia sobre los principios jurídicos internacionales, hecho que, lamentablemente, no ha pasado pocas veces entre los representantes y autoridades de nuestros países de la región continental. Para apoyar abiertamente al Gobierno de La Paz y a su Asamblea por haber decretado el impuesto a la Compañía, Claro alegaba que el Convenio de 1873 entre el fisco boliviano y la firma salitrera, aún debía ser aprobado por la Asamblea de Bolivia, por lo que podía incluir nuevas estipulaciones y cláusulas contractuales. En su moral, absolutamente dominada por el interés monetario, veía el fin de la Compañía de Salitre y Ferrocarriles de Antofagasta como la única salida al peligro que se posaba sobre el resto de las inversiones chilenas en Bolivia. Explicada de esta manera, la teoría del banquero aparentaba veracidad, por lo que, al llegar esta noticia a La Paz, dicha línea de argumentación fue incorporada a la retórica altiplánica durante negociaciones en las que pretendieron defender la actuación de Daza, como se ve en una respuesta del Canciller Martín Lanza en el mes de diciembre. Inclusive, Claro se permitió aconsejar directamente al mandatario boliviano para sostener esta línea de defensa, según lo expone en una carta dirigida a Manuel Montt el 26 de diciembre de 1878. Según sus consejos al dictador paceño, era recomendable que Bolivia mantuviese el impuesto, pues Chile, a la larga, acabaría por aceptarlo. Sin embargo, lo que Claro y sus émulos ignoraban por completo es, que en materia de convenios o tratados internacionales, NINGUNA DE LAS PARTES INVOLUCRADAS PUEDE MODIFICAR O ALTERAR ARBITRARIAMENTE LO ACORDADO, SIN PREVIA CONSULTA DE LA OTRA PARTE SUSCRITA. En caso de pasarse por encima de este principio, entraban en vigencia las conclusiones del jurista boliviano Federico Díaz de Medina, sobre las que nos extenderemos más abajo y según las cuales la parte afectada podía declarar nulo el acuerdo no respetado y proceder a procurar para sí las condiciones existentes antes de dicho tratado; es decir, antes de 1866 en el caso de Chile. Por otro lado, la teoría de Claro tenía otro gravísimo error de apreciación, al conceder al Convenio de 1873 logrado directamente por la Compañía con el Gobierno de Bolivia, prioridad sobre un instrumento jurídico mayor, como era el Tratado de 1874, por el cual, se establecía categóricamente la imposibilidad de subir los impuestos a las empresas chilenas de Atacama por 25 años. Como buen entreguista, criticaba directamente al Gobierno de Chile por lo que consideró actitudes "rígidas" para solucionar el problema a este respecto, llegando a sugerir incluso que La Paz iba a retirar el impuesto en vista de la reacción chilena, cosa que, como se sabe, estuvo lejos de ocurrir y él fehacientemente sabía imposible, por estar recomendando a Daza precisamente en no aflojar sobre el tributo. Tan graves resultaron estas acciones de Claro que, al recordarlas con un trabajo Manuel Ravest Mora, lo titula "La Gestión de un Senador Chileno que Pudo ser la Causa de la Guerra del Pacífico", según aparece en la "Revista Chilena de Historia y Geografía" Nº 164 de 1998. No sólo la peligrosidad del entreguismo quedó demostrada por la gestión de Lorenzo Claro en 1878, sino también que la codicia y los mezquinos intereses personales son los principales estímulos de esta clase de incomprensibles actitudes, en los distintos estamentos o instancias de un país, cuando sujetos siniestros comienzan a obrar directamente contra los intereses de su territorio, sin una razón aparente y mucho más allá de lo que sería la mera indiferencia hacia los conceptos de Patria y Nación. Como dato curioso y bochornoso, sin embargo, y demostrando la verdadera calidad espiritual de los entreguistas, cuando se conoció en La Paz la noticia de que en Chile se había ordenado la toma de Antofagasta, en febrero de 1879, este pésimo consejero del Palacio Quemado, simplemente desapareció aterrado, corriendo a esconderse para evitar represalias por parte de Daza como castigo a sus lamentables asesorías. La Compañía, en tanto, intentaba tomar la noticia de algún modo que asegurara su continuidad operativa. Pero advirtió desde el principio que la medida era una excusa de Daza para expulsar de la región a los inversionistas y obreros chilenos y dar un requiem a todo lo jurado y firmado por ambas naciones el año 1874. Las autoridades chilenas fueron oportunamente informadas de este propósito, lo que, en condiciones normales -las de un Estado firme, como en los tiempos de Portales-, hubiese significado una acción recta y fuerte. Mas no fue así: cumplido el plazo y llegado octubre, los chilenos continuaron intentando un acercamiento. El día 5 de noviembre, Videla se reunió a puerta cerrada con los ministros bolivianos de la Cancillería, Lanza, y de Hacienda, Reyes. Nada bueno salió de esta reunión, donde los altiplánicos se limitaron a atrincherarse en el hecho de que la ley provenía de la Asamblea y era, por lo tanto, legítima a su criterio, haciendo caso omiso a las restricciones del tratado firmado sólo cuatro años antes. Mientras, el Gerente Jorge Hicks había aguantado tanto como pudo las presiones para que la Compañía pagase el impuesto, hasta que comenzaron los embargos, siendo tomado preso por las autoridades bolivianas como garantía de pago. En vista del curso que tomaban los hechos, aceptó cancelar un depósito para ganar tiempo, pero la Prefectura de Antofagasta comenzó a exigir entonces que el dinero se cancelara a la brevedad, amenazando con apresarlo nuevamente. Desesperado, Hicks corrió hasta el Consulado de Chile solicitando ayuda, pero como las masas de obreros chilenos habían avanzado agitada y peligrosamente hasta la residencia del representante, luego de enterarse de las escandalosas exigencias que Bolivia le estaba formulando a la Compañía, el Cónsul logró convencer a Hicks de pagar la injusta multa, testificando su protesta con la cancelación. La negociación desarrollada a continuación, fue tremendamente difícil e improductiva, afectada por la terquedad de Daza para atender los reclamos chilenos. En esta situación, el Canciller chileno Alejandro Fierro, perdió la paciencia y el 8 de noviembre expresó al Ministro Videla: "La falta de cumplimiento de este artículo que no puede ser más clara y terminante, sobre envolver implícitamente la abrogación de todo el tratado, entrañaría tan serios peligros para la armonía y los intereses de los dos países, que considero inoficioso insinuarlos a US." Por ironía histórica para Bolivia, sin embargo, había sido uno de sus hijos, don Federico Díaz de Medina, profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Paz, quien también reconoció hacia 1872 el principio por el cual el incumplimiento de un tratado internacional podía inferir en la derogación del mismo. En su obra "Nociones de Derecho Internacional Moderno", declaró: "Pueden también disolverse los tratados por la infidelidad de uno de los contratantes quedando entonces al injuriado el derecho de apelar a las armas para hacerse justicia o declarar roto el pacto". Esta posibilidad es, precisamente, aquella de la que Chile podría haberse valido de inmediato, tras el descarado despliegue de prepotencia boliviana. Pero, en su lugar, se intentó resolver el asunto con una salida pacífica, aunque el enemigo ya sabía hacia dónde ir y comienza a hacer las más descaradas reclamaciones sobre terrenos poblados y trabajados por chilenos, sobre las salitreras y sobre toda la prosperidad que viera alguna vez el desierto atacameño. En un intento vano, se habían tratado de proteger los derechos de la Compañía y los trabajadores chilenos instruyendo a Videla para llegar a otro entendimiento de emergencia con La Paz. Aunque la ejecución del impuesto volvió a postergarse hasta la respuesta de la nota protesta chilena por parte de Bolivia, que estaba pendiente desde el 2 de julio, todo fue un desperdicio de esfuerzos. En tanto, el 8 de noviembre el Gobierno de Bolivia declaraba nulo el Tratado de 1874, abriéndole las puertas a la tesis chilena de la reivindicación territorial en virtud de la retrotracción de los hechos al estado en que se encontraban antes del Tratado de 1866. Sólo el 13 de diciembre vino a ser respondida la nota chilena del mes de julio por el Canciller Lanza, usando términos que pertenecían a un informe del Ministro Reyes, tan tajantes que ahogaron todas las esperanzas de los chilenos más realistas. En ella, el Palacio Quemado recurrió a los más absurdos disparates intentado justificar lo injustificable, con afirmaciones que violentaban directamente las mínimas normas de madurez jurídica, como restarle importancia al Tratado de 1874 por considerar que no era un asunto de impuestos el que se discutía, sino de un problema privado, con particulares, una "de tantas condiciones que una de las partes contratantes impone a la otra". Vale advertir que ni Reyes ni Lanza hicieron tampoco alguna clase de mención, en esa respuesta a la protesta chilena, sobre muchas de las excusas tomadas del velador de varios autores bolivianos que se han presentado en épocas posteriores, algunas sumamente mal documentadas y con evidentes influencias de la ignorancia de tales autores sobre estas notas. Entre estas referencias que sólo pueden incorporarse a la mitología altiplánica, están las del supuesto trabajo de "extracción ilegal" que estaría desempeñando la Compañía; "su origen inglés" ya comentado, que la sacaría de la restricción de impuestos "a chilenos"; las "facilidades inaceptables" con que operaba la compañía; etc. Cinco días después, Daza ordenaba poner en práctica la medida y Lanza notificaba a Chile de su aplicación. Videla, sólo atinó a declarar roto el tratado, notificando al Canciller: "La comunicación de V.E. que voy contestando destruye todas las expectativas de una solución tranquila y conciliadora y cierra el paso a toda discusión. Por mi parte, señor ministro, dejo testimonio de que en la gestión de este asunto -descansando en la evidente justicia del reclamo que he hecho a nombre de mi gobierno- no he perdonado esfuerzo para arribar a un desenlace prudente y tranquilo". Una amarga Navidad pasarían empresarios y obreros chilenos de Antofagasta aquel año. Para entonces, sólo quedaban 20 oficinas salitreras en los desiertos que permanecían en manos de sus dueños originales, mientras Perú seguía avanzando vertiginosamente con las expropiaciones y la consolidación del monopolio.
A pesar de todos estos esfuerzos sinceros y agotadores de parte de Chile por salvar la paz e intentar un retorno a la cordura de parte de La Paz ofreciendo arbitrajes, el autor boliviano Alberto Gutiérrez afirma con desparpajo sobre el impuesto de 1878 (y de paso, mirando al vecino de arriba a abajo, en una actitud lamentablemente frecuente en algunos bolivianos encandilados con nostalgias de grandeza cultural): "Acaso fue una incidencia determinante, que precipitó o aceleró un proceso que múltiples factores sociales y políticos tornaban ya inevitable (...) El gobierno de Chile, a despecho del tratado de 1874, siguió inclinándose ante esa exigencia que halagaba sus propios sueños de predominio y grandeza. Un instante resolvió apartarse de sus antiguas pretensiones sobre la Patagonia e inclinar todas sus actividades a la conquista del litoral boliviano (...) En el fondo del alma popular, existe una inclinación innata al despojo, al despojo por medio de la violencia. En la criminalidad chilena se advierte el predominio de ciertos actos que demuestran esa tendencia popular, que no ha borrado el progreso de la cultura general. El hurto, el robo tímido y silencioso, son vicios poco generalizados. El robo, para hacerse atrayente, debe ser con efracción y con violencia". Sin embargo, la opinión del escritor boliviano no calza con muchos de los reportes que los agentes extranjeros rendían a sus respectivos gobiernos describiendo la crisis del Pacífico. En contraste, por ejemplo, el representante británico Francis John Pakenham escribía desde la Legación en Santiago al Secretario de Relaciones Exteriores de Gran Bretaña, Marqués de Salisbury, el 28 de enero de 1879:
Informando al Marqués de Salisbury de cómo se precipitaban ya estos hechos, el mismo Pakenham le escribía nuevamente el 10 de febrero de 1879 (los destacados son nuestros):
Ya con la guerra casi encima, el representante estadounidense Thomas Andrew Osborn, informaba a Washington el 20 de febrero siguiente:
El mismo día, el representante francés en Santiago, Barón D'Avril, escribía a París venciendo la fervorosa simpatía franca por Bolivia y Perú (los destacados son nuestros):
Por su parte, en carta a su Cancillería escrita el 28 de febrero de 1879, el antes mencionado diplomático de México en Chile, don Santiago Sierra, explicaba sobre estos hechos: "Como el Encargado de Negocios de Chile manifestase entonces categóricamente que su Gobierno consideraría esta medida como una ruptura definitiva del Tratado, el de La Paz dispuso por último que se expropiase radicalmente a la Compañía Salitrera, declarando nulo el contrato celebrado con ella, y mandando proceder sin demora a la ejecución de este nuevo decreto."
En tanto, la restauración de la actitud agresiva de parte de Bolivia y el avance del Perú en sus planes de estanco, dieron nuevos bríos de triunfo a la Argentina, que había dejado pendiente su integración formal a la Alianza del Pacífico desde 1874 para imponer así la materialización de sus pretensiones sobre la Patagonia oriental, sin arriesgarse a someter el asunto a un arbitraje internacional. El Plata nunca había desistido de sacarse de encima el problema territorial por la vía de integración al cuadrillazo, y tanto el Presidente Avellaneda como el Ministro representante de Perú en Buenos Aires, Aníbal de la Torre, comprendieron que, ante la inminencia de una guerra, la hora más oportuna iba a llegar. Si el mismo Perú había considerado en 1875 que era necesario olvidar la adhesión argentina al cuadrillazo, por no estar resuelto el asunto territorial de Tarija entre Bolivia y Argentina, además de necesitar suficiente libertad de acción para poder boicotear el Tratado de 1874 con la oferta de libertad de tránsito ofrecida a La Paz, para 1878 las cosas habían vuelto al nivel de máximo peligro luego de las precipitadas decisiones altiplánicas contra la presencia chilena en Antofagasta. En Lima se sabía bien que la garantía de triunfo, reduciendo al mínimo los costos de un conflicto bélico, iba a darla necesariamente la entrada de Argentina pendiente por tantos años. Sólo en condiciones como ésas Lima habría cumplido gustosa su alianza con Bolivia, pero su Aliada no parecía aún consciente de esto en su proceder y seguía confiada en que la sola presencia peruana en un conflicto con Chile sería suficiente para imponerse tanto en arenas diplomáticas como militares. Precisamente en esos días, Bolivia intentaba asegurar la entrada argentina a la Alianza, poniéndose en contacto con el Ministro argentino en Perú, José Evaristo Uriburu, a través del Ministro de Justicia del Altiplano Julio Méndez, ocasión en la que le presentó un grueso texto ofreciéndole una franja territorial desde el paralelo 24º al 27º si entraba a la guerra y a cambio de una fracción del Chaco entre los ríos Bermejo y Pilcomayo. Más abajo veremos que el ministro De la Torre también intentó proponer al Plata esta misma oferta de entrada a la Alianza, una vez que Chile ya había reincorporado a Antofagasta a su soberanía nacional. Estas gravísimas tretas diplomáticas han sido negadas y escondidas por prácticamente la totalidad de los historiadores de Bolivia en años posteriores, en especial debido a que el esquicio propuesto en la ocasión dejaba a La Paz prácticamente en la misma situación territorial que tenían antes de violar el "injusto" Tratado de 1874 que acabaría siendo declarado nulo en noviembre, demostrando con ello que su interés en el litoral se reducía sólo al ámbito comercial y estaba dispuesta a una formidable renuncia dentro de sus propias pretensiones de soberanía en Atacama si con ello conseguía tentar a Buenos Aires a entrar al cuadrillazo contra Chile. Esta escandalosa gestión diplomática, que algunos se esmeran en poner en duda, fue confirmada con detalles por la larga confesión del propio Julio Méndez al diario "La Nación" de Buenos Aires, del 24 de agosto de 1895. Presas de esa hipócrita necesidad por justificar hechos con explicaciones que se ajustan sólo precariamente a la realidad histórica, otros autores del Perú han creado -en tiempos posteriores- una leyenda adicional sobre la necesidad de la entrada de Buenos Aires a la Alianza del Pacífico, poniendo especial acento en el problema que el Brasil representaba para la Argentina, para descentrar la atención sobre el objeto final de este pacto, que era -obviamente- Chile. De hecho, veremos también que en el vecindario todos los países habían sido puestos al tanto hecho partícipes de las negociaciones aliancistas, menos Chile, lo que demuestra que este país era el objetivo del mismo pacto. Las gestiones directas para el aliancismo, sin embargo, iban a revitalizarse en Buenos Aires una vez comenzado el conflicto, al año siguiente, cuando el grueso de la capacidad militar chilena se concentraba en el Norte, permitiendo la vulnerabilidad de todo el resto del territorio y especialmente el austral. La verdad es que fue la amenaza del Brasil la que impidió la consolidación de la entrada argentina a la Alianza en 1873, postergándola, y no la razón de ella, como se ha pretendido. Sin embargo, a pesar del peligro constituido por la Alianza de tres aristas, ésta tenía varias inconsistencias que representaban riesgos para la cohesión de los integrantes del cuadrillazo, y que pesaron durante toda la misma provocando los traspiés y la posterior renuncia argentina. Según las enumera Manuel Hormazábal en "Chile, una Patria Mutilada", éstas serían principalmente tres:
También es bueno recordar que, en otro increíble acto de liviandad diplomática atribuible sólo a germen seudo americanista del Presidente Pinto y otros de sus hombres más cercanos como Santa María, Chile nunca formalizó ese temido acercamiento con el Brasil en favor de una alianza propia, la que hubiese permitido frustrar los planes bélicos tripartitos, dado lo favorable que el escenario diplomático regional se presentaba para tal acuerdo entre Santiago y Río de Janeiro. Tampoco se habría justificado por entonces alguna tentativa de acercamiento con Ecuador, nación que también había debido soportar algunas tensiones con Perú, pero cuya sólida y sincera formación bolivariana en la clase política de Quito, era una barrera a la que sus malos imitadores en Chile temieron, incrementando más aún el aislamiento ante una desigual guerra de tres contra uno que veníase encima. La conclusión de esto fue que, a fines de 1878, Chile estaba absolutamente solo en el continente y amenazado por sus tres vecinos con hostiles y respectivos propósitos.
Cuando ya todo parecía perdido, el 3 de enero de 1879, el Canciller Fierro ordenó al representante Pedro Nolasco Videla que propusiera directamente a las autoridades bolivianas someter a arbitraje la decisión de la Asamblea de imponer el tributo salitrero, con el detalle de que debía obtener una respuesta definitiva y clara del Altiplano. El Canciller recalcaba que Chile tenía total disponibilidad para "una discusión tranquila y amigable para arribar a un acuerdo común o recurrir al fallo de una nación amiga". Como se sabía ya que era altamente improbable que Bolivia fuese a dar entrada a esta propuesta, Fierro agregó que, de no ser respondido este esfuerzo final, debía acusar la ruptura del Tratado de 1874 con el consecuente derecho de Chile a reestablecer la situación antes del Tratado de 1866, pidiendo pasaportes para retornar a Chile. Esta instrucción da una idea muy apropiada sobre el punto candente al que habían llegado las cosas. Esta idea del arbitraje de una nación amiga estaba considerada en el Protocolo de 1875, como mecanismo para resolver diferencias en la aplicación del Tratado de 1874. Lo insólito era que la primera "nación amiga" que Pinto estaba considerando para depositar la mediación, era precisamente el aliado militar de la otra parte en litigio: Perú, situación que revela el grado de desconocimiento sobre la existencia y naturaleza de la Alianza Secreta que persistía a esas alturas. Según reconocerían después autores peruanos como Pedro Paz Soldán, a la sazón encargados de negocios en Chile y tras entrevistarse directamente con Pinto, en La Moneda se arraigaba la idea fantástica de que el Perú sería un buen árbitro para el conflicto. El mismo representante le había confirmado al mandatario, por esos días, que el Perú estaba presto a ofrecer sus "buenos oficios" en las próximas semanas. Se comprende cómo habrá de haberles dolido a estos ingenuos, más tarde, la noticia de que Torre Tagle daría cumplimiento a la Alianza Secreta contra Chile. Y más sorprendentemente, a pesar de esta propuesta de arbitraje que tenía como único objeto salvar la paz, los autores de Perú y Bolivia insisten tercamente en presentar a la diplomacia chilena de aquellos días con olor a pólvora, agresiva y deseosa de precipitar lo antes posible el conflicto, valiéndose de cualquier excusa a su alcance. Es irónico que en años posteriores y más cerca de nuestros días, por lo tanto, Bolivia reclame por la "permanente falta de disposición al diálogo" respecto de Chile con relación al asunto de su mediterraneidad, o que Chile se "aprovechó" de este hecho para detonar una guerra, cuando su historia registra este escandaloso período de absoluta negativa a dar solución pacífica y razonable a un problema con el vecino, rechazando el arbitraje y negándose al diálogo a pesar de todos los llamados que entonces se hicieron desde Santiago, con reiteración vergonzosa. El 6 de enero de 1879, Daza notificó a la Compañía de la deuda con el Estado de Bolivia con un ultimátum: Vencido el plazo final de pago, el día 11 siguiente, se apoderaría de ella para saldar las "deudas" de este ilegítimo impuesto, llamando a remate a de sus dependencias y bienes por $20.848,13 bolivianos. El remate estaba fijado para el día 14 de febrero. Para aumentar las sorpresas, el Presidente Pinto seguía convencido aún que el diálogo iba a restaurar la cordura de Daza. Seguro de que las medidas de fuerza del mandatario boliviano contra Antofagasta podían desatar la ira largamente contenida de los chilenos residentes en la zona (6.554 almas) en contra de la escasa población altiplánica que se encontraba allí (1.226), y empeorando más aún las posibilidades de resolver el conflicto, decidió frenar toda posibilidad de alzamiento y tomar medidas precautorias. Sin embargo, en otra prueba de la falta de interés de Chile en desatar la guerra contra Perú y Bolivia, La Moneda mantenía la escuadra chilena en Lota y lista para salir al encuentro de cualquier intentona de Argentina, que para entonces veíase como la más probable y peligrosa por la ocupación ilegal que había hecho de la desembocadura del río Santa Cruz. Sin naves disponibles para custodiar la situación en Antofagasta, el panorama se observaba realmente negro y temible. Para evitar este riesgo, Pinto había ordenado que el "Blanco Encalada" partiera a toda máquina hasta la ciudad nortina, medida bastante tardía para el interés de disuadir a Bolivia de abandonar su decisión que ya parecía consumada. Obedeciendo al iluso optimismo del mandatario, el 20 de enero, Fierro volvió a insistir a Videla en proponer el arbitraje con postergación de la aplicación del impuesto, trámite que el representante cumplió ese mismo día. Una semana exacta después, llegaba a Antofagasta el "Blanco Encalada", por lo que Videla declaró a la Cancillería de Bolivia -intentando despejar suspicacias- que Chile no tenía ninguna intención belicista. Increíblemente, Pinto autorizó ese mismo mes de enero que una enorme partida de 1.500 fusiles Remington fuesen llevados desde Valparaíso hasta las autoridades altiplánicas de Cobija, en otra demostración de su incredulidad casi patológica en el peligro de guerra que realmente amenazaba al país, a pesar de estar ya en las vísperas de su estallido. Su falta de visión sobre el peligro de guerra había vuelto a ser alimentada hacia el día 24, cuando Pedro Paz Soldán le aseguró que en Perú nada se sabía del "supuesto" pacto de Alianza Secreta entre su país y Bolivia, y que incluso el Presidente Prado negaba su existencia. Por esos mismos días, el representante chileno en Lima, don Joaquín Godoy, se reunía con el Presidente Prado, ocasión en la que el mandatario reconocía el exceso cometido por Bolivia con respecto al impuesto, pero justificaba el hecho diciendo que era sólo un "ligero impuesto" de un país "pobre y falto de recursos", y que un eventual arbitraje que arrojara esta misma idea como sentencia no caería en una falta. A pesar de todas las señales de parte de Pinto, en Bolivia y Perú suele insistirse en la idea de que el mandatario chileno estaba decidido a dar la guerra, atendiendo los intereses comerciales sobre Antofagasta y tratando se aunar fuerzas políticas en medio de una imaginaria crisis social que, según otros autores como Luis Ortega y la publicación de FLACSO en 1984 que hemos visto más arriba, habría tenido lugar en Chile durante esos años. Esto, a pesar de que la historia demuestra que Chile ya era uno de los países con mayor gobernabilidad de la región en esos días a pesar de los problemas económicos que afectaban a Pinto. De alguna manera, sería esa también la tesis del ministro Lavalle en su obra póstuma "Mi Misión en Chile en 1879". Es más: veremos que la propia actitud de Pinto, de marginar al Poder Legislativo y a los demás actores de las decisiones que se tomaron con respecto a la provocación boliviana y a la negativa peruana a declarar la neutralidad, fue lo que indignó a la oposición y lo que estuvo apunto de llevar al Gobierno a una crisis política. Como si la situación ya no fuese suficientemente tensa, el 1º de febrero siguiente el Gobierno de Bolivia emitió un decreto en donde se "reivindicaba las salitreras detentadas por la Compañía". Esta decisión de Daza se debió, en gran medida, a la actitud pusilánime y humillantemente sumisa que Chile asumió en esos momentos decisivos, y que llenó de valor su personalidad fuerte y carente de temores. La extraordinaria debilidad del Presidente Pinto para advertir el curso de estos hechos y enfrentar el hostigamiento boliviano, había convencido a Daza que su prepotencia estaba lejos de llegar a ser castigada y, en el peor de los casos, una guerra con Chile habría sido pan comido para la aliada estratégica del Perú y en forma implícita de la Argentina, cuya adhesión parecía inminente a esas alturas. Ni siquiera la presencia de la escuadra chilena en Antofagasta sirvió para cambiar su certeza del pacifismo exagerado y miedoso de La Moneda. No había, en consecuencia, nada más que hablar. En su carta dirigida al Prefecto Severino Zapata, el Presidente Daza escribió lo siguiente, burlándose del Gerente Jorge Hicks y de los inversionistas ingleses que participaban de la compañía, y celebrando las medidas contra los chilenos: "Tengo una buena noticia que darle:
En su afán por presentar a Bolivia como un país pacífico y victimizado, algunos de sus autores e historiadores, posteriormente, han intentado aseverar -sin ningún argumento de hecho, sino meras conjeturas, claro está- que esta carta sería falsa y apócrifa, a pesar de que tiene las características del lenguaje vulgar tan propio de Daza, utilizando incluso una de sus muletillas favoritas: "fregado", como se advierte de las palabras de Gonzalo Bulnes, quien recuerda en "Guerra del Pacífico" que Daza, al ser comunicado de la rebelión de sus militares en Arica, se sentó un su gaveta exclamando "¡Me han fregado!", pues era una de sus expresiones habituales. Como se recordará, además, el propio Severino Zapata fue instruido por Daza para llevar a efecto el cobro de los 10 centavos, bajo amenaza de tomar estrictas medidas de represalia si tal tributo no comenzaba a ser cancelado inmediatamente. Pero otro hecho insólito en torno a la impredecible personalidad de Daza, vino a tener lugar el 11 de febrero. Durante la mañana, se habría de celebrar en Valparaíso una reunión de Gabinete para decidir qué hacer a continuación de todo lo sucedido hasta ese momento. Pero en el encuentro, se leyó un inesperado telegrama de Videla desde La Paz, en donde se comunicaba que Daza estaría dispuesto a suspender la exigencia del impuesto y frenar el remate de los bienes de la Compañía, sólo si se dejaba caducado el Convenio de noviembre de 1873, que había logrado la misma Compañía con el fisco altiplánico. En fin, La Paz insistía con esto en su obsesión por perjudicar y sacar de Antofagasta a la Compañía, algo que sólo se explica en su interés desmedido por apartar a los chilenos del litoral atacameño. Actuaba, como dijimos, valiéndose de una confianza extrema y magnificada que le daba la existencia del pacto secreto con Perú. Así se desprende de otra nota de Daza, que envía a destinatario reservado poco antes de estos hechos, y en la que advierte que Reyes Ortiz:
Por esto, años más tarde, el 19 de julio de 1893, Baptista acusaría duramente a Daza escribiéndole sobre estos capítulos de la historia que hoy parecen olvidados por los autores de los países que algunas vez protagonizaron su infeliz Alianza contra Chile: "Se dice que Ud. provocó la guerra con Chile sin conocimiento del poder extranjero, sin preparación del boliviano, desechando a sabiendas los medios de avenimiento que se le imponían". Caía, de esta forma, la Compañía de Salitres y Ferrocarriles de Antofagasta. Con el cierre de la empresa, el desastre en la población fue instantáneo, dejando a los primeros 2.000 obreros chilenos sin trabajo y lanzados como mendigos al desierto, confiscándose todos sus modestos bienes. Cornelio Saavedra, el célebre Coronel pacificador de la Araucanía, escribiría directamente al Presidente Pinto recomendando la ocupación de Antofagasta y el bloqueo contra el intento de remate de la Compañía. Sabía que permitir dicha acción hubiese sido el final de Chile a nivel de relaciones internacionales, con una nación a la que había que demostrar fuerza urgentemente, dadas sus manifiestas pretensiones sobre territorio nortino.
Dadas las circunstancias, la única opción que La Moneda tenía a mano era la fuerza, como bien lo informaba el ministro Osborn en su antes vista nota a Washington. La ocupación de Antofagasta era la única salida para evitar el desmantelamiento de la Compañía y la prepotente expulsión de todos los trabajadores chilenos establecidos en la región. En sesión del Congreso chileno del 16 de enero de 1879, Domingo Santa María declaró enérgico, al calor de los hechos:
El 5 de febrero, Videla comunicó, por enésima vez, la que se anunciaba como última nota de insistencia de parte de Chile. Pero esa insólita cadena de esfuerzos chilenos por salvar la paz, tan mal agradecida por autores posteriores de Bolivia y también por entreguistas chilenos, ya eran ejercicios en vano, pues la suerte de la región ya estaba echada definitivamente desde hacía pocas horas: el Canciller Lanza había llamado durante el día 4 anterior al Ministro peruano José Luis Quiñones y presentó ante sus ojos el decreto de reivindicación de las salitreras mostrando, seguidamente, el proyecto para traspasarlas por completo al Perú. Quiñones, que había viajado a La Paz intentando convencer a Daza de aceptar una mediación peruana para no dar cumplimiento al compromiso de alianza, se mostró complacido por la expectativa de que las salitreras reivindicadas se transfirieran a su país, luego de que Lanza le asegurara que las salitreras serían cedidas al Perú. Sin embargo, Quiñones rogó al Ministro boliviano mantener vías de negociación que evitaran la guerra, aún cuando podía contar con el compromiso de Alianza de parte del Perú. En esos momentos, la oferta puso en aprietos a Quiñones, quien al día siguiente notificaba reservadamente al Canciller Irigoyen (los subrayados son nuestros):
La idea del Presidente Prado encargada a Quiñones, ya no era arrastrar por la fuerza a Chile a aceptar un viciado arbitraje con el Perú oficiando de mediador, sino imponer la nueva ley de reivindicaciones salitreras del 1º de febrero desplazando el impuesto de 1878 y con ello también la posibilidad del arbitraje que se había consignado el año 1875, ante lo cual Perú podría ofrecer "amistosamente" su mediación prácticamente sobre hechos consumados e inmodificables, según veremos. Así se puede entender que Lanza, en su nota respuesta a Videla, se mostrara falsamente complaciente, lo que tentó transitoriamente al ingenuo Ministro chileno a continuar con estas inútiles conversaciones. Además, Lanza no estaba del todo tentado con la agresividad de su Gobierno. En la nota que envía a la Legación de Chile el día 6 de febrero, única respuesta de La Paz a las protestas chilenas, el Canciller responde incluso sobrepasando sus instrucciones y desafiando directamente a la escasa paciencia de Daza:
Pero esta jugarreta de Lanza abriéndose a la posibilidad de un arbitraje molestó profundamente a Daza, quien ya tenía desde principios de año intenciones de removerlo del cargo para colocar a Serapio Reyes Ortiz. Así lo haría, designando además a Julio Méndez como su brazo derecho, que salía inmediatamente a Lima a exigir el cumplimiento del tratado tal como anunciara el mandatario en su carta a Zapata. Se recordará, además, que Méndez era un tipo de carácter inusitadamente agresivo y un declarado antichileno. Así las cosas, un resignado Ministro Videla dejaba por orden del Ministro Belisario Prats la última nota chilena en La Paz, el 8 de febrero de 1879, donde se lee respondiendo la nota de Lanza: "Roto el tratado de 6 de agosto de 1874, porque Bolivia no ha dado cumplimiento a las obligaciones en él estipuladas, renacen para Chile los derechos que legítimamente hacía valer antes del tratado de 1866 sobre el territorio a que ese tratado se refiere. En consecuencia, el Gobierno de Chile ejercerá todos aquellos actos que estime necesarios para la defensa de sus territorios y el Excelentísimo Gobierno de Bolivia no debe ver en ellos sino el resultado lógico del rompimiento que ha provocado y de su negativa reiterada para buscar una solución justa e igualmente honrosa para ambos países". Videla agregaba que su Gobierno esperaría 48 horas para una respuesta franca y categórica por parte de Bolivia con relación a la propuesta de arbitraje que Chile ya había aceptado. Por supuesto que la sola mención de estos antecedentes es casi un tabú en la historiografía oficial boliviana. Y a pesar de los dramáticos momentos que se vivían, pasaron los días y la respuesta paceña nunca llegó. Sin más que hacer y con la autorización de La Moneda, la Legación de Chile en Bolivia sintió cumplido el plazo fatal para aceptar el arbitraje a las 13:00 horas del 12 de febrero de 1879, procediendo entonces a pedir los pasaportes para retirar la representación en La Paz. Casi en tono de burla, durante la tarde de ese día y fuera del plazo, llegó una nota de la Cancillería de Bolivia en respuesta al emplazamiento del día 8. Como Reyes se encontraba en Lima, fue encargado en calidad de Subsecretario el Ministro de Hacienda Eulogio Doria Medina, y el Gabinete de Bolivia sería completado incorporando al periodista Julio Méndez, quien se había hecho conocido publicando incendiarios artículos contra Chile en la prensa de Lima. Doria Medina debió responder esta nota chilena, entonces, limitándose a alegar que mientras el "Blanco Encalada" se encontrara en Antofagasta, no había posibilidad de acuerdo. Cínicamente, apeló en su nota a sentimientos de fraternidad y conciliación, en precisos momentos en que su superior jerárquico exigía al Perú el cumplimiento de la Alianza contra Chile. Pero, como el Encargado de Negocios de Chile ya había solicitado los pasaportes y notificado del cierre de la Legación, no pudo hacer más que devolverla sin observaciones. En tanto, Doria Medina mantenía informado de todos estos detalles a Quiñones, quien comprendía ya que la actitud boliviana sólo se justificaba en el convencimiento de que Perú tendría que actuar en favor del Altiplano en caso de desatarse la guerra con Chile. Siendo inminente entonces que se aproximaba la peor parte de la crisis, el Gobierno peruano decidió proponer un controvertido "arbitraje" con el objetivo de ganar tiempo tanto en la adquisición final de armamentos como en las gestiones para convencer a la Argentina de ingresar a la Alianza, según veremos.
Liderada por los Ministros Prats y Zenteno, el ala de la cordura en La Moneda ganó algo de terreno al americanismo de Pinto. El 11 de febrero, después de la reunión de Gabinete, se ordenó la salida del segundo blindado, el "Cochrane", que había regresado recientemente desde Inglaterra luego de algunos ajustes. El Coronel Emilio Sotomayor, Director de la Escuela Militar, se embarcó desde Valparaíso en el navío para materializar la reincorporación del territorio antofagastino, decisión que Prats comunicó a las gobernaciones e intendencias. Les acompañó la corbeta "O'Higgins". Dos compañías del Ejército de Chile se preparaban para la ocupación del puerto de Antofagasta que, como hemos dicho, estaba habitado por un 93% de chilenos. Con esta acción, se haría efectiva la voluntad de Chile de reivindicar sus los territorios situados entre los paralelos 23° y 24° que habían sido cedidos a Bolivia bajo las condiciones no cumplidas que motivaron el quiebre. Decidida ya la reincorporación de Antofagasta y con el alboroto generado por el anunciado remate de la Compañía, el Canciller Fierro despachó a todas las representaciones de autoridades internacionales una circular oficial con fecha 13 de febrero, explicando la situación planteada en un perfecto resumen de los hechos que precipitaron la acción decidida y la legitimidad de la actuación de Chile, que aparecerá publicada después en la compilación de documentos oficiales y correspondencia de la Guerra del Pacífico de Pascual Ahumada Moreno, 1884. Decía dicha nota:
Metiendo el dedo en la llaga de la ilegitimidad de los derechos reclamados por Bolivia en el territorio, continúa unas líneas después la circular:
Los navíos llegaron justo el día 14, en medio de las gestiones para iniciar el remate de las instalaciones de la Compañía que emprendían el Prefecto Zapata y 40 de sus hombres. Súbitamente, el silencio litoral había sido cortado por el tronar de salvas disparadas por el "Blanco Encalada", como bienvenida a las otras dos naves chilenas. Zapata fue notificado durante la mañana de la toma de posesión de Antofagasta por en Capitán José Manuel Borgoño, enviado por el Coronel Sotomayor y, poco después, los chilenos desembarcaron en medio del júbilo generalizado de sus compatriotas residentes. Los escasos agentes bolivianos se fueron voluntariamente, sin ser molestados más que por una que otra expresión de burla. Zapata y sus policías se marcharon no sin antes dejar una nota de protesta, albergándose en la residencia del Cónsul del Perú. Acto seguido, la "O'Higgins" partió a tomar Mejillones y el "Blanco Encalada" a Tocopilla. Como se ve, el verdadero motivo de la reacción militar chilena NO FUE EL IMPUESTO DE LOS 10 CENTAVOS PROPIAMENTE TAL, como han insistido hasta tozudez los publicistas bolivianos para sostener la tesis de la conspiración finamente fraguada por el vecino con la intención de apropiarse del territorio atacameño, sino que FUE LA ORDEN DE EXPULSIÓN DE LOS TRABAJADORES CHILENOS Y DE EMBARGO Y REMATE DE LAS INSTALACIONES DE LA COMPAÑÍA DE ANTOFAGASTA lo que provocó la ocupación chilena de la ciudad. La noticia del desembarco chileno y del izamiento popular de miles de banderas chilenas por todo Antofagasta, llegó al Cónsul en Tacna, Manuel Granier, quien ordenó a su subalterno Gregorio Colque partir a caballo hasta La Paz para notificar de los hechos al Gobierno de Daza. El intrépido emisario recorrió casi 400 kilómetros antes de alcanzar a dar la información al Palacio Quemado. Aunque era previsible, esto provocó la ira de Daza, pero de todos modos esperó el fin de las celebraciones del carnaval boliviano para comunicar lo sucedido, casi una semana más tarde. Algunos autores peruanos y bolivianos aseguran que Daza recibió la noticia traída por Colque hacia el 25 de febrero, pero otros aseguran que se enteró de todo el día 23. Oscar Espinosa Moraga indica que pudo haber sido hacia el día 20. De hecho, Daza alcanzó a hacer una reunión de gabinete para tratar el tema, antes de hacerlo público. Finalmente, la noticia de la ocupación de Antofagasta fue anunciada a la muchedumbre por Daza y desde el balcón del Palacio Quemado de La Paz, al comenzar el 27 de febrero de 1879: "El día 14 de los corrientes, dos vapores de guerra chilenos con 800 hombres de desembarco y apoyados por un considerable número de gentes depravadas por la miseria y el vicio, asesinos a cuchillo corvo, se han apoderado por sorpresa de nuestros indefensos puertos de Antofagasta y Mejillones". En tanto, el Presidente Prado sentía estar amarrado simplemente al cumplimiento de un pacto secreto que no era de su simpatía, lo que puede tener mucho de cierto, pues hasta hacía poco había sido un gran crítico de Pardo precisamente por esta Alianza contra Chile, además de haber intentando evitar el conflicto y la obligación de dar cumplimiento al pacto con varias medidas destinadas a persuadir a La Paz de desistir de su política agresiva, aunque demasiado tarde, sin duda. Irresponsablemente tarde, debiésemos decir. La misión de Quiñones en Bolivia tenía este objetivo. Prado había vivido en Chile, donde se había hechos de grandes amistades. Sin duda que el tratado secreto no era de su mayor comodidad, como queda de manifiesto en una nota suya al representante Godoy hacia fines de 1878, donde escribe:
Prado no era una voz en desierto. Un gran sector peruano que conservaba la cordura, condenó la prepotencia de Daza y su anulación al tratado de 1874. Así lo indica José de la Riva-Agüero en su "Historia del Perú" (Lima, 1953), donde recuerda la reacción contra Daza que tuvieron medios de prensa como "El Comercio", del Perú. De hecho, el diario publicaría la noticia de la reivindicación chilena de Antofagasta en los siguientes términos: "Forzoso sería cerrar los ojos a la luz de la justicia para no ver que la razón está de parte de Chile, a pesar que su causa no es simpática. Que Bolivia ha violado los pactos y que todos los "doctores paceños" -como llama un diario de Santiago a los políticos de La Paz- han creído que las cuestiones internacionales pueden resolverse con sofismas leguleyos, son hechos que los propios periódicos bolivianos se encargan de comprobar cuando pretenden hacer creer que las reclamaciones de Chile en favor de la compañía salitrera de Antofagasta debían cesar en cuanto se dictó, por el Gobierno del General Daza, la resolución del 1º de febrero, la cual arruinaba -por la nacionalización- a la citada compañía". A similares conclusiones condenatorias de la actitud de Daza, que podremos ver más abajo, llegan Alcides Arguedas en "Historia General de Bolivia" (La Paz, 1922), Enrique Finot en "Historia de la Nueva Bolivia" (La Paz, 1954) y en parte también Alberto Gutiérrez en "La Guerra de 1879" (París, 1914). Los actuales intentos bolivianos por justificar el comportamiento de Daza, o el de los peruanos de explicar su intromisión en el conflicto por motivos solidarios de justicia internacional, no tienen bases. Del otro lado de la medalla en Perú, se encontraban medios que apoyaron abiertamente a Bolivia aunque sin azuzar al Gobierno de Lima a tomar la aventura de una Alianza. La "Revista de Tacna", por ejemplo, declaraba:
En carta del Emperador Pedro II del Brasil al Ministro peruano Lavalle, dice el soberano carioca con singular franqueza, en las primeras semanas de la guerra (los destacados son nuestros): "...Bolivia había obrado injustamente al gravar con un impuesto el salitre que explotaba en su territorio, violando así tratados ya firmados; que el Perú debió haber cuidado más las actuaciones de su aliado desde el momento en que había una alianza secreta entre ambos y que por lo tanto, Chile había estado en la razón al declarar la guerra a ambos países". A pesar de todo, el boliviano Alberto Gutiérrez no repara en culpar a Chile de estos hechos y escribe sobre la violación del tratado: "Con este incidente y sin él, las cosas habrían seguido idéntico camino, pues ya se veía que el gobierno chileno había encontrado la oportunidad propicia que buscó durante muchos años y que la torpeza de un régimen justamente execrado por la nación le brindaba a maravilla". En contraste, Francisco A. Encina escribió con altura: "Hemos visto que Portales se negó a acceder a la petición de la antigua provincia de Cuyo, que, cansada de la anarquía argentina, deseaba incorporarse a Chile. En la guerra contra la Confederación, sólo persiguió la defensa del Estado en forma, que había surgido en Chile, el predominio marítimo, base ineludible de la futura expansión comercial de su patria. Ni él ni sus sucesores inmediatos pensaron, siquiera por un momento, en extender las fronteras chilenas hacia el norte". Por otro lado, como Videla había presentado retiro el día 12 de febrero y la ocupación de Antofagasta tenía lugar sólo dos días después, algunos autores bolivianos y peruanos, traicionados por la emoción y la deficiencia documental, han intentado asociar puntos haciendo creer que se trataría de un hecho premeditado por Chile y destinado a provocar el quiebre y justificar la "invasión". Como Espinosa Moraga bien lo advierte, se justifican en el hecho de que la correspondencia entre Chile y Bolivia (y viceversa) requería de una etapa de diligencia postal por mano, ante la falta de servicios telegráficos del Altiplano, demorando entonces varios días, por lo que la llegada del "Cochrane" y la "O'Higgins" se hizo antes de que la ruptura y la partida de Videla llegasen a conocimiento de La Moneda, en una prueba clara de la "premeditación" minuciosa de todo el conflicto. Sin embargo, esta afirmación se estrella con el hecho sólido de que el Gobierno de Chile se enteró de la definitiva reivindicación de las salitreras el día 11 de febrero, por lo que, tanto la ruptura como el envío de los navíos eran consecuencia directa del decreto de reivindicación. De hecho, Videla se había enterado de su existencia el día 6, pero, por atender las distractivas ofertas bolivianas, no informó a tiempo a La Moneda sino hasta casi una semana después, situación por la cual la ocupación militar de Antofagasta se habría realizado varios días después de lo que debía haber sido, concretándosela encima de la fecha del remate. El Presidente Pinto que, según veremos, estaba aún muy optimista sobre la eventual oferta de mediación peruana y confiaba en salvar la paz, debió ceder ante la actitud pesimista de buena parte de su Gabinete y frente al temor de una reacción generalizada de la opinión pública en su contra, dada la falta de coraje y decisión con que se estaban llevando las cosas. Sólo entonces había accedido a instruir a Videla con energía. El día 12, el Ministerio de Guerra finalmente daba la autorización para ocupar Antofagasta en dos días más, sin consultar ni al Ministerio de Hacienda ni al de Justicia e Instrucción Pública. La tesis boliviana de la conspiración chilena, entonces, no tiene demostración cronológica. En nuestros días, la totalidad de los historiadores peruanos y bolivianos se cuadran dogmáticamente con la posición de justificar tanto la ley de 1878 del impuesto de los diez centavos, como la precipitada actitud de La Paz ante la peligrosa crisis diplomática que se había desatado. Sin embargo, hasta mediados de siglo XX aún sobrevivía algo de autocrítica entre historiadores y escritores de ambos países, tanto así que podemos encontrar una gran cantidad de referencias que justifican el proceder chileno y condenan la actuación boliviana en aquellos días, revisando el abundante material producido en estos países con relación a las causas de la Guerra del Pacífico. Entre otros, podemos citar nuevamente al Dr. Riva-Agüero, en la página 224 del Tomo II de su antes mencionada obra "Historia del Perú" (Lima, 1953). El autor escribe allí (los destacados son nuestros):
Por su parte, su compatriota Jorge Basadre, para muchos considerado el más grande historiador peruano, escribe en su "Historia General de la República del Perú" (Lima, 1949), en las páginas 162 y 163 del Tomo II:
Aunque hoy pueda sonar imposible, también los bolivianos hicieron confesiones interesantes a este respecto. En "La Guerra de 1879" (París, 1914), Alberto Gutiérrez escribe en la página 99:
No será su único mea culpa. En la edición de Editorial Francisco de Aguirre de su misma obra (Santiago-Buenos Aires, 1975), escribe en las páginas 168-169, ahora intentando restarle valor a los hechos señalados (los subrayados son nuestros):
Otro boliviano, Enrique Finot, escribe en "Nueva Historia de Bolivia. Ensayo de Interpretación Sociológica" (La Paz, 1954), en las páginas 297 y 298 (los destacados son nuestros):
Algunos autores internacionales han llegado a similares juicios sobre la imprudencia e irresponsabilidad del actuar de Bolivia ante la crisis de 1879. Uno de ellos, el español Guillermo Grell, escribe para la colección "La Ilustración Española y Americana" a pesar de tener una posición favorable hacia los ex aliados (citado por Eyzaguirre):
El autor parece estar tomando textualmente las palabras antes citadas del boliviano Federico Diez de Medina, quien explicaba en 1874 la doctrina según la cual la violación de un tratado autoriza a la parte afectada a imponer las condiciones que eran previas a la firma del mismo. Otra opinión interesante proviene del catedrático uruguayo Washington Paullier, quien escribía en abril de 1919, mientras protagonizaba un duro debate intelectual con el peruano Álvaro de Alastaya (según algunos, pseudónimo del Plenipotenciario del Perú en la Banda Oriental) en el diario "La Mañana" de Montevideo, lo siguiente:
Como dato curioso, nos corresponde incluir aquí un caso bastante particular, derivado de la solidaridad de la investigadora inglesa J. Valerie Fifer, quien en su obra de 1976 completa y obsesivamente simpatizante de la posición altiplánica, titulada "Bolivia", escribe alterando la situación histórica verdadera en torno al Tratado de 1874 (por deliberación o por ignorancia, no lo sabemos) y su validez y estado de vigencia al momento de ser atropellado por La Paz:
El caso de la Fifer nos confirma cómo algunos autores, en su afán de excusar la actuación de Bolivia, no tienen otro camino que el de torcer los hechos históricos para presentarlos a favor del país altiplánico. En tiempos más recientes, se hace cada vez más difícil encontrar expresiones de reproche a la actitud de Daza, por parte de fuentes bolivianas. Sin embargo, en el antes comentado artículo editorial del diario "La Razón" de Bolivia, del miércoles 23 de marzo de 2005, podemos encontrar las siguientes expresiones que demuestran -para nuestro juicio y sorpresa- la existencia de al menos una tenue y tibia corriente revisionista de la historia oficial boliviana sobre las verdaderas causas de la Guerra del Pacífico, aún cuando comete un error al señalar la supuesta declaración de guerra a Bolivia el día 12 de febrero (los subrayados son nuestros):
El mismo día en que anclaban a Antofagasta el "Cochrane" y la "O'Higgins", llegaba de vuelta a Valparaíso el Capitán de Fragata Arturo Prat Chacón. El joven oficial ostentaba un largo y prestigioso currículum, titulado de abogado y profesor que había impartido clases gratuitas a obreros, motivado únicamente por su espíritu de servicio público y vocación cívica. La mayor parte de su vida, sin embargo, había transcurrido en la Armada, donde se destacó desde temprano por sus capacidades, demostradas en la guerra de 1865 contra España. Su altísima y comprobada condición intelectual le valió ser designado para una delicada misión en Uruguay y Buenos Aires, como agregado de inteligencia. El objetivo de este viaje, iniciado el 18 de noviembre de 1878 en precisos momentos en que Bolivia anulaba el Tratado de 1874, era reunir información sobre la situación militar y estratégica de la Argentina y su relación con el cuadrillazo, tarea que el marino desempeñó con extraordinaria habilidad y patriotismo, en una etapa de su breve pero increíble vida que ha sido muy poco abordada. Habíale correspondido a Prat enviar mensajes codificados al Ministerio de Guerra de Chile, informando sobre los movimientos de tropas y navíos en el Plata, al tiempo de lograr relaciones directas con importantes políticos y militares de Buenos Aires, incluyendo al Presidente Avellaneda. Jamás aceptó usar algún "alias" y, de hecho, debió acatar a regañadientes que no se le permitiera trabajar con uniforme en su viaje a las tierras platenses. Con residencia permanente en Montevideo, Prat debía ponerse en contacto allá con el Cónsul de Chile José María Castellanos y en Buenos Aires con Mariano Baudrix. Ya el 25 de noviembre de 1878 había notificado a Santiago con sorprendente claridad de vista, según lo reproduce el historiador Oscar Espinosa Moraga (los subrayados son nuestros):
Posteriormente, el 12 de diciembre siguiente, Prat había señalado ya:
El 21 de diciembre agregó todavía más:
El 18 de enero de 1879, ya con la crisis de Antofagasta en su punto de ebullición, Prat se permite enviar una nota advirtiendo a La Moneda de la expedición sobre el desierto patagónico que por entonces preparaba el General argentino Julio Roca, destinada a poner fin a la cuestión de la Patagonia oriental, obligando a Chile a ceder sus derechos en dicho territorio. Fue uno de sus últimos actos durante la misión secreta que desarrollara en suelo platense. Precisamente de esta misión regresaba Prat aquel día de verano. Aunque creía en los buenos sentimientos de Avellaneda, el marino estaba conciente del rancio clima ambiental que se daba entonces en la Argentina y, como se advierte en sus notas, estaba enterado también de muchos detalles sobre el fervoroso intento de reincorporación aliancista que Buenos Aires venía estudiando desde el año anterior, incluidos los gastos militares que se estaban realizando. Sin embargo, el futuro héroe de Iquique ignoraba gran parte del desarrollo que los acontecimientos había tenido en Chile con relación a Perú y Bolivia en los últimos meses. Por esta razón, al llegar el Capitán a Valparaíso y advertir la ausencia de la flota chilena, supuso -según confesaría después- que la escuadra había partido finalmente a enfrentarse con la Argentina, ante la inminencia de la agresión trasandina que él daba por segura, creyendo erradamente que parte de los mismos antecedentes de que se había hecho en Buenos Aires ya eran conocidos en profundidad por La Moneda. Ni siquiera sospechaba entonces que él mismo estaba apunto de convertirse en el máximo héroe nacional con la epopeya del 21 de mayo. Sólo se enteró de los hechos al desembarcar y ser recibido por su fiel esposa, Carmela Carvajal, la que, acompañada de sus dos hijos, le dio una breve descripción del escenario en que se estaba en aquel momento y de la toma de Antofagasta. La verdad es que el Presiente Pinto, a la sazón, seguía porfiadamente convencido de la inexistencia del tratado de alianza, idea que sólo la entrada del Perú al conflicto lograría sacar de una buena vez de su cabeza. Como era esperable, Prat no estaba equivocado. Una negra y oscura sombra se venía contra Chile desde la Argentina. A pesar de las negativas a aceptar su entrada en el cuadrillazo, el Senado de ese país había revitalizado el proyecto de reincorporación a la Alianza, que se discutía en el más absoluto secreto y con nuevas y más tentadoras propuestas de parte de Irigoyen para el Plata. Estos siniestros antecedentes sería verificados poco después por el futuro presidente José Manuel Balmaceda, quien, enviado a Buenos Aires como representante de Chile para conseguir la neutralidad argentina, quedó tan impresionado con las expresiones de odio y el oportunismo del Gobierno de Avellaneda, que renunció a prácticamente todas las convicciones americanistas que habían inspirado la mayor parte de su vida política. En su informe final, presentado a La Moneda el 16 de febrero, Arturo Prat intentó abrir los ojos a Pinto con estas palabras que, de haber sido consideradas en su justa dimensión, habrían hecho cambiar la historia y el propio destino de Chile en el Cono Sur:
Sus advertencias tenían un realismo clarividente. El 7 de marzo de 1879, Aníbal de la Torre recibía las sorprendentes y precisas instrucciones del Canciller Irigoyen para conseguir la adhesión argentina al cuadrillazo para enfrentar la guerra inminente con Chile y precisamente cuando Lavalle ya se encontraba en Santiago ofreciendo su mediación, como veremos (los destacados son nuestros):
Agregando algunas opciones a la forma en que Argentina podría entrar al pacto, Irigoyen sugería como remate:
El 26 de marzo siguiente, la Cancillería del Perú instruiría nuevamente a su agente en Argentina para que consiguiera la adhesión de Buenos Aires a la Alianza basándola en la oferta territorial de Bolivia antes mencionada, desde el paralelo 24º hasta "sus verdaderos límites con Chile", señalándolos en el 27º. De la Torre había asegurado al Gobierno del Plata incluso que el Perú "vería con placer que la Argentina tomase asiento entre los Estados del Pacífico", dándose por entendido, por supuesto, que esas costas argentinas en el Pacífico serían las costas de Chile. La revisión de la documentación internacional también confirma los peores pronósticos de Prat en Río de la Plata. El representante alemán Von Gülich, por ejemplo, escribía desde la legación germana en Santiago al Ministro Von Bülow de Berlín, el 7 de abril de 1879:
De hecho. Gülich veía tan grave la situación que solicitaba directamente al gobierno alemán el envío de barcos de guerra, pues estando anclado en el teatro bélico sólo una nave de este tipo, "podría otorgar una protección parcial no muy considerable a nuestros ciudadanos y a sus intereses".
Hemos dicho que, mientras tenían lugar estos hechos, el estanco salitrero seguía provocando inesperadas consecuencias en el Perú. Si en 1875 habían impuesto al quintal de salitre exportado un cargo de 30 centavos de sol, a fines de ese mismo año el impuesto había subido a 60 centavos; para julio 1878 ya iba en 1,20 soles y, al año siguiente, en las vísperas de la guerra, alcanzó los 3 soles. Todo esto se debía a la necesidad desesperada del fisco peruano de acaparar las utilidades salitreras que, por estar sobreproduciendo mundialmente el producto en lugar de poder regularlo en su competencia con el guano, él mismo había reducido considerablemente. La nueva crisis financiera peruana, de hecho, había permitido que Chile recuperara la primacía comercial de la región a pesar de estar afectado, también, por una inestable situación fiscal. También hemos visto que Lima consideraba la guerra casi inevitable ante la precipitación y la falta de sensatez con que actuó Bolivia al concretar la ruptura con la Compañía de Antofagasta, y por eso comenzó a instruir al Ministro De la Torre para obtener la adhesión argentina al cuadrillazo contra Chile. Por su parte, el Ministro Quiñones del Perú ya había anunciado en La Paz y a regañadientes el respeto compromiso del pacto de Alianza, pero la ola de críticas dirigidas a la agresividad de Daza, de parte de políticos y medios de prensa limeños que ya señalamos, además de la existencia de un ala de disidencia representada por Lanza, ponían en aprietos a las autoridades frente a las obligaciones aliancistas. Aún así, el Presidente Prado, que hasta poco antes había sido la cabeza de los grupos peruanos que condenaban esta Alianza Secreta dados sus intereses e inversiones sobre territorios chilenos, ahora parecía indeciso sobre la idea de cumplir o no con dicho compromiso y avanzar en la aventura de la guerra. Mientras, Pinto y sus cercanos en La Moneda seguían ignorantes de la existencia real de este pacto, ilusionados en que sólo el Perú podría haber sido un buen mediador para el conflicto de Chile y Bolivia, incluso después de la ocupación de Antofagasta. Sólo su desconocimiento de que el principal aliado bélico del Altiplano estaba en Lima, podría haber permitido tamañas ingenuidades de parte del mandatario. El día 12 de febrero, por ejemplo, el Canciller Fierro invitaba a reunión al Ministro peruano en Chile, Pedo Paz Soldán y Unanué, en Valparaíso, ocasión en la que le informó de la decisión de ocupar Antofagasta. Paz Soldán ya había recibido instrucciones de su Gobierno para presentar sus buenos oficios ante la Cancillería de Chile apenas llegaran noticias del rompimiento con Bolivia, idea que agradó al Presidente Pinto, quien se había comprometido a comunicar al Ministro de cualquier pormenor al respecto, por lo que éste no dejó pasar la ocasión para proponer al Perú como mediador de paz. Sin embargo, según la comunicación que Paz Soldán le envía ese mismo día a Irigoyen informándole de la reunión, Fierro habría respondido que:
El Ministro Quiñones, como hemos dicho perfectamente informado por La Paz sobre el camino de la ruptura que había tomado Daza, ideó una oferta de mediación del Perú buscando asociarla a la que proponía desde su sincero lado el Ministro de Brasil en La Paz, señor Leonel de Alençar, quien a su vez era amigo del representante chileno en el Altiplano. Quiñones estaba convencido de que, al presentar conjuntamente con Alençar una salida de arbitraje, Chile se allanaría a aceptar sin problemas al Perú como mediador, despejando así las suspicacias y las sospechas que seguía generando para muchos la actitud intrigante de Lima en el conflicto. Incluso se reunió con el representante brasileño para discutir los términos en que sería ofrecido el arbitraje, informando de ello a Doria Medida en la Cancillería boliviana el día 13 de febrero. Éste respondió el mismo día informándole, según la reveladora nota reservada que Quiñones dirige a Irigoyen (los subrayados son nuestros):
Ahondando en la intencionalidad y la manipulación de los hechos tras la provocación de la ruptura diplomática con Chile, dice luego Quiñones en esta misma nota secreta:
Introduciéndose de lleno en el pensamiento del Palacio Quemado y en las consecuencias de ello, Quiñones dirá inmediatamente después:
La respuesta de Doria Medina a la propuesta de Quiñones, sin embargo, no llegó con el arribo del correo exterior por Tacna el día 18 de febrero, como se lo habían prometido al representante. Intrigado, el agente peruano partió a la Cancillería de La Paz al día siguiente, acordando una reunión para el próximo día 22, con el objeto de discutir y fijar "los medios por los que se pudieran llegar a un acuerdo satisfactorio para ambas repúblicas". Doria Medina fue visitado también por Alençar, con quien quedó de reunirse el mismo día que con Quiñones. Los representantes de Perú y Brasil, entonces, decidieron reunirse previamente con Videla en horas de la mañana, pero éste no se encontraba en su casa, acordando una reunión al día siguiente en la Legación del Perú. La intención de ambos Ministros era presentar a las dos partes un escrito base de mediación conjunta. Sin embargo, la evidente indiferencia de Bolivia a darle una solución al asunto y su falta de lealtad al espíritu de conciliación, llevaron a Alençar a desistir de ir al encuentro a las pocas horas. Al hacerse patente su ausencia, Quiñones solicitó a su Secretario de Legación ir tras él. Alençar se limitó a informar, según la nota que enviará después el agente peruano a Irigoyen, que:
Como faltaba un día nada más para la reunión con las autoridades paceñas y su gestión comenzaba a naufragar, Quiñones corrió con lo puesto a la Legación de Chile a pedirle a Videla que se quedara unos días más en Bolivia para salvar la mediación, explicándole que ésta sería presentada al día siguiente a Doria Medina. Evidentemente, Videla rechazó la propuesta, pues, como informara Quiñones a su Gobierno el 22, el Ministro la había aceptado el pasado 14 "con suma complacencia, pero con la condición de que fuera de efecto inmediato", situación que, por la indiferencia y obstinación boliviana, había sido imposible de concretar. Irónicamente, por esos mismos momentos en que fracasaba el primer intento peruano de introducir la mediación, el día 21 el Presidente Pinto llegaba al absurdo máximo al escribir a Godoy que al Perú le correspondería "una misión elevada y noble" de interceder como mediador en el conflicto de dos repúblicas. Parece increíble, entonces, que los autores peruanos sigan insistiendo hasta nuestros días en el supuesto conocimiento del Pacto de Alianza por parte del Gobierno de Chile, desde antes de estos hechos. Por otro lado, ni siquiera era necesaria ya la confirmación del pacto para anticipar cuál sería la actitud de Lima: La ocupación chilena de Antofagasta y la reincorporación formal de Atacama a su territorio, tal como lo había estado hasta 1866, sería la válvula de escape al odio secular que las clases aristocráticas y comerciantes del Perú habían mantenido contra Chile, difundiéndolo por todo el pueblo peruano con sendas campañas de belicosidad que llegaron a las calles y prendieron con facilidad gracias a la acción de algunos agitadores y periodistas de la época. La confirmación de la existencia del tratado secreto por tantos años negado en Lima y La Paz, y que sólo conocían mediana y discretamente un puñado de chilenos (entre ellos, el ex Canciller Ibáñez Gutiérrez y los representantes Godoy y Blest Gana) estaba próxima a quedar a la vista de todos los participantes de estos hechos, como tendremos tiempo de ver más abajo. A pesar de todo, Chile ofreció nuevamente al Perú servir como mediador en un eventual arbitraje. Insistimos que, en otro contexto, esta posibilidad hubiese sido el sueño dorado de la diplomacia limeña. Mas, a estas alturas, con Bolivia presionando el cumplimiento de la Alianza, con Antofagasta de vuelta en Chile y con la venida inminente de la guerra, no había para Lima otra vía que la de ganar tiempo. Con este propósito, destinó a don José Antonio Lavalle como su representante plenipotenciario en Santiago, desarrollando una misión tan polémica y llena de intrigas que aún en nuestros días sigue siendo objeto de estudios y revisiones apasionadas. Fue en este contexto, entonces, que el Gobierno del Perú tomó la iniciativa de implementar la misión Lavalle, supuestamente con fines altruistas y pacifistas de mediación, pero cuando en realidad ya tenía resuelta la decisión de declarar la guerra a Chile y se esforzaba aún por conseguir la adhesión de Buenos Aires al pacto. Lavalle contestó a su Cancillería el 21 de febrero, aceptando ser agente de la compleja misión que le encomendaba su Gobierno. Sin perder tiempo, Prado le otorgó las credenciales y durante las horas siguientes se completó la misión a Santiago con los siguientes funcionarios de Legación que le acompañarían: Javier Melecio Casós en la segunda secretaría, y el Teniente de Artillería Hernando de Lavalle, hijo del agente, como agregado militar. En tanto, tras fracasar Quiñones ese mismo día 21 con el alejamiento de Alençar y la negativa de Videla, el representante peruano quiso embestir con otra propuesta el 27 siguiente, llevando hasta la Cancillería de Bolivia un nuevo ofrecimiento que no tardó en ser aceptado por el Gobierno, fijándose una reunión para el día 3 de marzo. Sin embargo, como en Lima ya se había asignado a Lavalle para su misión en Santiago y esto ya estaba en conocimiento de La Paz, se acordó postergar la reunión para el día 5, a la espera de recibir información sobre las instrucciones precisas que el recién nombrado agente peruano llevaría. Cuando tuvo lugar el encuentro, al que asistieron Quiñones y Medina, finalmente se fijaron las siguientes bases:
Es imposible creer por un instante siquiera que el Gobierno de Chile aceptaría semejante insulto para abrirse al arbitraje que el propio palacio de La Moneda venía ofreciéndole a La Paz, sin éxito. Primero, porque el estricto secreto de la Alianza del Perú con Bolivia no podría ser mantenido bajo la mesa por más tiempo, dado el curso que había tomado la crisis, situación en la que era imposible concebir a Lima como juez y parte en el conflicto del Pacífico; y segundo, porque el virtual "retiro" de Chile desde Antofagasta, sólo habría culminado en el levantamiento de los cerca de 6 mil chilenos de la región y un intento de recuperación militar por parte de Bolivia, ya que su escaso contingente en el puerto no sería suficiente. En cualquiera de los dos casos, sería encauzamiento seguro hacia la guerra. En tanto, la misión Lavalle había partido a bordo del valor "Loa" el 22 de febrero, rumbo a Valparaíso. Entre los documentos que llevaba el agente entre carpetas, figuraba una copia completa del Pacto de Alianza entre Perú y Bolivia, junto a las instrucciones que le había dado Irigoyen (los destacados son nuestros):
Un trabajo que ha profundizado sobre la naturaleza y verdaderos objetivos de la supuesta propuesta de mediación peruana en los albores de la guerra, es el titulado "La Misión Lavalle", de Alejandro Ríos Valdivia, correspondiente a la memoria de prueba del autor para optar al título de Profesor de Estado en Historia y Geografía (Santiago de Chile, Sociedad Imp. y Lit. Universo, 1924). Explica allí que el origen de la medicación se halla en la reunión realizada en La Paz por el Canciller Lanza con el Ministro Quiñones, el 4 de febrero anterior, y de la que hemos hablado más arriba. En el encuentro, el enviado peruano fue puesto al tanto del decreto donde Daza declaraba rescindido el contrato de la Compañía de Antofagasta. Con ello, el Palacio Quemado esperaba anticipar cuál sería la actitud de Lima frente a estas noticias, pues, a pesar de la participación peruana en la tarea de echar a andar toda la maquinaria diplomática que había detrás de la crisis, la sensatez recomendaba no apresurar las cosas ni desatar un rompimiento brusco que activara la Alianza Secreta. También hemos visto que Lanza no estaba totalmente convencido de la actitud audaz y temeraria de Daza, debiendo dejar la Cancillería el día 8 siguiente, para que fuera asumida por Serapio Reyes Ortiz, quien actuaría directamente como representante de La Paz ante Lima para convencer al Palacio de Pizarro del cumplimiento del pacto y, acto seguido, viajar a Antofagasta para preparar la resistencia a cualquier acción chilena. Su viaje a la capital peruana debía realizarse antes del día 19 de febrero de 1879. Lavalle, como hemos dicho, zarparía de su patria sólo tres días después, con proa a Valparaíso. A las instrucciones que ya llevaba en su maletín, Irigoyen le sumaría otras nuevas el 26 de febrero siguiente, justo cuando el agente arribaba de paso en el "Loa" a Arica. Ahora, el Canciller se extendía intentando anticipar la posición que expresaría el Gobierno de Chile:
Pero habían más novedades para Lavalle al llegar a Arica. Apenas puso pie en tierra, el Tesorero del Departamento Litoral de Cobija, Benjamín Alcérreca, le hizo llegar un informe sobre la ocupación chilena de Antofagasta. Lavalle se apresuró a remitir los antecedentes a su Gobierno, en una nota donde destaca que no han habido actos de violencia por parte de los chilenos (al contrario de lo que muchos autores bolivianos afirman hasta hoy), salvo un par de casos provocados por exaltados del populacho chileno allí residente. Al día 27 siguiente, anclado en Iquique, Lavalle enviaría a Lima ejemplares del diario "La Patria" de Valparaíso, que le habían conseguido sus colaboradores, y de los cuales comenta con enorme preocupación (los destacados son nuestros):
La comparación deliberada de Lavalle de la situación del Pacífico con la del Tratado de San Stefano, no puede ser más inquietante y curiosa: Firmado el 3 de marzo de 1878, se recordará que este acuerdo fue impuesto por Rusia sobre el Imperio Otomano tras derrotar a los turcos. Sin embargo, por la resistencia de Gran Bretaña a aceptar que el asunto facilitara la incorporación de la naciente Bulgaria a la órbita de influencia eslavo-rusa sobre Europa, el Tratado fue sometido a serias moderaciones durante el Congreso de Berlín del 13 de julio siguiente. Si acaso ésta era la parte con la que Lavalle pretendía hacer analogía, nos encontramos de cara a una muy temeraria confirmación de los afanes peruanos por presionar contra el interés chileno e internacionalizar la crisis. Aunque, años después, Lavalle declararía con escasa honestidad "desconocer" que, para entonces, el tratado entre su país y Bolivia estaba firmado (más abajo demostraremos que lo conocía perfectamente) mientras proponía a La Moneda un arbitraje sólo con la previa desocupación del litoral (sabiendo que esta exigencia era imposible de aceptar por Chile), miles de efectivos peruanos avanzaban hacia Tarapacá y, paralelamente, se mandaba a reparar la escuadra del Perú y a adquirir más armamentos. Con urgencia se había reforzado la guarnición peruana de Iquique al mando del Coronel Velardo, y se habían dispuesto tropas hasta las riberas del Loa. Al mismo tiempo, Lima había iniciado frenéticas gestiones para intentar adquirir un par de blindados similares a los chilenos, aunque la falta de presupuesto y el atraso impedirían el éxito del plan. No bien había sido asignado Lavalle a la misión, Prado le escribía el 28 de febrero las siguientes instrucciones al Vicepresidente del Perú, Canevaro, enviado personalmente a Europa para comprar buques:
Luego, el 4 de marzo siguiente, le ampliaba sus instrucciones pensando ya en el bautizo de estos blindados:
Confirmando que la misión Lavalle no era otra cosa que un intento de ganar tiempo para el Perú, Canevaro había llegado a Roma el 12 de marzo. Para le fecha, el Ejército del Perú ya había sido incrementado hasta alcanzar los 7.000 hombres, y seguía en aumento. El hecho de que todas estas medidas militares fuesen asumidas por el Presidente Prado casi encima del estallido de la guerra, también desmiente categóricamente otra de las innumerables especulaciones de los ex aliados, respecto de que Chile tenía planeada la invasión a Tarapacá desde mucho antes y como obligatoria segunda etapa a la ocupación de Antofagasta, según veremos. Mientras, y desesperado por intentar frenar a una buena parte de la clase política peruana y de los estanqueros del salitre altaneramente tentados con materializar la Alianza en acciones concretas, Prado encontró apoyo en un ínfimo puñado de influyentes personajes peruanos de la época, como el Almirante Miguel Grau, quien íntimamente veía no sólo como un acto de barbarie el asociarse bélicamente con Bolivia en contra de un tercero, sino que sabía del peligro representado por los blindados de la Armada chilena. Pero las presiones de políticos opositores a Paz Soldán, Riva Agüero y García Calderón, entre otros, sumergieron al Perú en un clima de triunfalismo. A todo esto, en una acción que ha sido interpretada como una presión de Daza para forzar la entrada peruana, ante la afirmación de Prado de que sólo entraría al conflicto si Bolivia declaraba formalmente la guerra a Santiago, el 1º de marzo de 1879, La Paz oficializaba la declaración de guerra contra Chile por el siguiente decreto:
Para dejar en claro su propósito, el mandatario boliviano confiscó el mismo día las mineras chilenas en Corocoro, apoderándose de 40.000 quintales de vendió de inmediato para adquirir armamentos, persiguiendo salvajemente a los chilenos de la comarca.
El día 4 de marzo, Lavalle llegaba a bordo del "Loa" a Valparaíso, siendo recibido por el Capitán Urriola y desembarcado en la falúa dispuesta por la Comandancia General de la Marina, acompañado del Encargado de Negocios del Perú, Paz Soldán, y del Cónsul General Márquez. Este último le informó al enviado que en el puerto se habían preparado intentos para recibirlo de manera hostil, pero que las autoridades habían tomado medidas para bloquearlos. En efecto, al desembarcar, el enviado se encontró con la chusma allí reunida, aunque no hubo manifestaciones de ningún tipo. Logró seguir tranquilamente hasta su hotel, donde siguió recibiendo visitas pudiendo luego redactar un informe a su Gobierno, resumiendo las primeras escasas horas que llevaba desembarcado y anotando antes de salir por tren a Santiago (los subrayados son nuestros):
Cabe anotar que las líneas que hemos subrayado de la nota de Lavalle, son contradictorias con el actual mito historiográfico peruano y boliviano, que dice ahora exactamente lo contrario: que era la aristocracia chilena la que presionaba por la guerra. Su referencia al acaloramiento de las masas por estos temas, también desmiente las afirmaciones de autores chilenos marcadamente entreguistas, como el profesor Pedro Godoy, el sociólogo Pablo Huneeus e historiadores marxistas como Luis Vitale o Gabriel Salazar, respecto de que las masas populares estaba totalmente indiferentes a las cuestiones de guerra hasta que el Gobierno de Chile supuestamente "explotó" el Combate Naval de Iquique o recurrió a la propaganda para excitar los ánimos de la sociedad chilena que, como vemos, ya estaban bastante irritados. El enviado peruano llegó a la capital chilena en horas de la noche. Por encargo del Presidente Pinto, le esperaba su cuñado Alejandro Reyes, Consejero de Estado y Ministro de la Corte Suprema quien, a petición de Lavalle, le concertó una reunión para la tarde del día siguiente con el mandatario. En este encuentro, realizado en el despacho de Pinto, estuvieron también los ministros Fierro, Zégers y Blest Gana. La reunión fue muy corta pero en un clima de gran cordialidad, a pesar de los instantes de tensión que se vivían. A pesar de la resistencia de los autores peruanos a admitir la verdadera naturaleza de la misión Lavalle, la luz aportada por la documentación diplomática de la época y que aquí hemos ido reproduciendo pone en evidencia que el Perú tenía totalmente resuelta la decisión de apoyar a Bolivia y declarar la guerra a Chile a esas alturas. Así, por ejemplo, el mismo día 5 de marzo, la Cancillería de Lima le envió la siguiente nota confidencial a todos sus agentes en el extranjero mientras aún no le llegaba la noticia de que Bolivia había cursado la declaración de guerra el día 1º (los destacados son nuestros):
Y esa misma noche del día 5, coincidentemente, Lavalle fue visitado en el hotel por su amigo Domingo Santa María, posterior sucesor de Pinto en La Moneda, quien le manifestó directamente su preocupación de que la ruptura y el fracaso de las negociaciones desembocara en una guerra entre Chile y Perú, idea a la que también temía el enviado, como hemos visto. Sin embargo, esta vez Lavalle debió enfrentar una situación incómoda, cuando Santa María le advirtió que el éxito o fracaso de las negociaciones podía depender únicamente de una declaración categórica de parte de Lima, relativa a la existencia de un pacto secreto entre Perú y Bolivia. Aunque no existe información sobre la respuesta que pudo haber dado Lavalle al emplazamiento, Alejandro Ríos Valdivia supone que el agente dijo ignorar la existencia de este acuerdo, basándose en la declaración que hace el propio diplomático peruano en la nota que envía a su gobierno el día 7 de marzo (los destacados son nuestros):
Con relación a lo mismo pero con otra teoría, Ignacio Santa María escribe en el Tomo I de "Guerra del Pacífico" (Santiago de Chile, 1919), apelando a la memoria del propio Domingo Santa María sobre su encuentro con Lavalle (pág. 271):
Como sea, el día viernes 7 correspondió a Lavalle, acompañado del Secretario Casós y de su hijo Agregado Militar, hacer su presentación formal en el Palacio de Gobierno, al mediodía. Lo recibieron de acuerdo al protocolo el Oficial Mayor del Ministerio de Relaciones Exteriores, Gana, y el Coronel Amengual, quienes le condujeron al salón de la Cancillería donde el enviado procedió a hacer su discurso ante el Presidente Pinto y sus Ministros. El mandatario respondió manifestando sentirse halagado por la misión que encabezaba el visitante que presentaba credenciales. Esa misma tarde, Lavalle enviaba a su Gobierno un largo informe sobre la situación general de la cuestión chileno-boliviana y las posibilidades del Perú en el conflicto. Lavalle también se reuniría durante esa larga jornada con el caudillo peruano Nicolás de Piérola, declarado enemigo del partido civilista que se encontraba visitando Santiago tras volver de Europa, con gran cobertura de la prensa de su país. Según informa Lavalle a la Cancillería del Perú por nota del mismo día, la reunión con Piérola habría tenido el siguiente tenor:
El 8 de marzo, el Canciller Irigoyen advertía a Lavalle de la fuerte posibilidad de que Chile consultara por la existencia del Tratado Secreto, "y casi seguro que en tal caso estime dicho tratado como un grave obstáculo a la mediación ofrecida por nuestro Gobierno", así que le instruía para reconocer verbalmente que existe el acuerdo, aunque alegando que el cumplimiento estaría condicionado por la permanencia de las fuerzas chilenas en los territorios ocupados. Si Chile desocupara el litoral, Perú ya no se vería obligado a cumplir con la Alianza. Aunque esta estrategia no alcanzó a ser utilizada, pues Irigoyen la descartó por telegrama sólo cuatro días después de emitirlas, veremos que la misión peruana en Santiago quiso reestablecerla al estar Lavalle totalmente acosado por quienes le exigían desde el Gobierno de Chile el pronunciamiento de neutralidad.
La primera reunión oficial de Lavalle con el Presidente Pinto debía realizarse el 11 de marzo siguiente. Pero algo inesperado por los peruanos vino a tener lugar el día 9, alterando totalmente la línea del programa, cuando el ministro chileno Joaquín Godoy telegrafió urgentemente a La Moneda desde Lima (los destacados son nuestros):
La noticia cayó como un balde de agua fría sobre la calva ingenuidad del Presidente Pinto, quien por fin comenzó a abrir los ojos y a dimensionar la magnitud del problema con Perú que había debido comprarse en la crisis con Bolivia, de la que varios en su Gabinete intentaran advertirle infructuosamente. Veremos que, sin embargo, no sería hasta la primera confirmación oficial del Gobierno boliviano sobre la declaración de guerra, unos días después, que el mandatario comenzaría a actuar con verdadera firmeza. Así las cosas, en un clima de falsa cordialidad, Pinto y Lavalle se reunieron en el despacho presidencial el día 11, tal cual lo convenido, y conversaron largamente sobre la situación de sus países frente a la vorágine que se aproximaba. Aludiendo a la agitación que se expresaba ya en parte de la prensa chilena y peruana, Pinto propuso que toda la negociación mediadora fuese realizada en estricta confidencialidad. Lavalle (quien desconocía la revelación que Godoy ya había puesto en conocimiento de su interlocutor) pareció de acuerdo, pero recalcó que el centro del problema era la ocupación chilena de Antofagasta y que sería difícil poder dar pie a un acuerdo en tales circunstancias. El mandatario estuvo de acuerdo, pero recordó al enviado la larga cadena de hechos que habían conducido a la actual situación con Bolivia. También le repasó varios casos de solución de problemas limítrofes en donde el territorio seguía ocupado durante el proceso, como sucedió con Francia y Alemania en 1870, comparación que no pareció del gusto de Lavalle. Por sinceridad o adulación a La Moneda, no obstante, éste se mostró de acuerdo con la idea de que había sido Bolivia la que violó los Tratados de 1866 y de 1874 y, por lo tanto, desató la guerra ya declarada. Como era previsible, entonces, Pinto y Lavalle no llegaron a resultados concretos aquel día. El agente se excusó evitando detallar más sin contar con la aprobación de su Gobierno (a pesar de tener plenos poderes de negociación), procediendo a proponer lo siguiente como base:
Sin embargo, a Pinto no le llegó bien el semblante de la propuesta, fresca aún la nota de su representante en Lima. De inmediato hizo anotar que Chile no ocupaba "territorio boliviano", sino chileno, pues había pertenecido al país hasta la solución del Tratado de 1866, que debió ser sustituido por el de 1874 y éste, a su vez, violado, lo que restauraba los derechos originales de Chile en el territorio. Agregó que sólo en consentimiento a los buenos oficios de paz se había allanado a un arbitraje sobre esos territorios que, por distancias y dificultades administrativas, nunca habían sido de real importancia para Bolivia, abriéndose a la posibilidad de entenderse con Chile a través del Perú para discutir sobre compensaciones. Por último recalcó el efecto que tendría sobre la opinión pública el retiro de las fuerzas chilenas, que serían interpretadas negativamente contra el Gobierno. Aunque técnicamente la propuesta de tres puntos había quedado desahuciada con estas observaciones de Pinto, Lavalle le preguntó, al final del encuentro, si podía telegrafiar a su Gobierno informando que las negociaciones adquirían un aspecto satisfactorio. Pero el Presidente, ya al tanto de la orientación de la misión Lavalle gracias a las notas enviadas por Godoy, explicó que eso sería una irreal inyección de optimismo sobre las negociaciones, inductor a engaño. A continuación, Lavalle partió a reunirse con el Canciller Fierro. Para ironía de su misión, sin embargo, ese mismo día, el sagaz Godoy había vuelto a telegrafiar a La Moneda, advirtiendo:
Como se ve, Perú ya no podría eludir más el compromiso con Bolivia. El objetivo de la misión "mediadora" había comenzado a perderse en la oscuridad de la tormenta. Desatada así la polémica, y con los acontecimientos demostrando indiscutiblemente que el pacto secreto era un hecho real que iba a tener insospechadas consecuencias en el desarrollo de la guerra, Lima se había lanzado a una frenética campaña para convencer de una vez por todas a la Argentina de entrar al cuadrillazo, cuya promesa de adhesión aún no era materializada. Confiaba todavía en que los objetivos de la misión Lavalle no serían adivinados por La Moneda. Ya hemos visto que el Canciller Irigoyen, quemando sus últimos cartuchos diplomáticos para atraer a Buenos Aires, había instruido al representante De la Torre el 7 de marzo de 1879, para que intentara convencer al Plata -a través de negociaciones verbales no escritas- de que el pacto Fierro-Sarratea firmado por Chile y Argentina sólo tenía el objetivo de ganar tiempo para Santiago en sus planes de invadir Bolivia sin incomodidades, para luego emprenderlas contra la Argentina. Irigoyen agregaba que esta actitud esperable de Chile era un hecho seguro "si se tiene en consideración del carácter absorbente que siempre ha distinguido al expresado país y el poco respeto que guarda a los principios del Derecho de Gentes y a sus compromisos internacionales", agregando que entre las opciones para la Argentina pudiese entrar al pacto estaba "proponerle la compra de uno o dos de sus blindados, que sería por tercera mano y consultando las reservas convenientes" para que cualquiera de las dos repúblicas tuviese que salir en defensa de la otra en caso de suscitarse algún problema con Chile. Insólitas afirmaciones, si considerados que el propio Canciller peruano había sido uno de los opositores a la Alianza Secreta, hasta hacía sólo unos meses.
Pero ocurrió que, al reunirse Lavalle con el Canciller Fierro también durante ese 11 de marzo, los problemas serios comenzaron para el enviado peruano en Santiago. El Ministro de Relaciones Exteriores, si bien convino en que las negociaciones debían quedar en estricto secreto hasta que se arribara a alguna base de acuerdo como mínimo, le preguntó directamente a Lavalle, al final del encuentro, si conocía el Tratado Secreto de 1873 entre su patria y la de Bolivia. A mayor abundamiento, le confesó que los Ministros chilenos Godoy y Videla ya estaban parcialmente enterados de su existencia y hasta comentó que en la Cámara Baja de la Argentina la oferta de entrada a este acuerdo había sido rechazada por petición del Diputado Rawson, cosa que no es tan cierta, pues el acuerdo ya había sido aprobado por la mayoría de Cámara y sólo estaba pendiente, desde 1874, la votación del Senado argentino. Se comprenderá la difícil situación y la sorpresa que debió enfrentar Lavalle al ser interrogado por Fierro. No pudo responder más que con evasivas. Dos días después, informaba a su Gobierno al respecto (los destacados son nuestros):
Ríos Valdivia agrega que Lavalle también había comentado en la ocasión que habría sido imposible ajustar un tratado de tales características con Bolivia en 1873, ya que ese año no se reunió a sesionar el Congreso del Perú. Pero esto no era verdad: la tramitación efectivamente había tenido lugar en 1873 y la Comisión Diplomática que él presidía en 1876, fue informada del pacto secreto por nota del 28 de julio, enviada por el Ejecutivo, de modo que Lavalle mentía al negar conocimiento de esta Alianza. Hemos dicho también que Lavalle llevaba una copia del mismo desde que había salido de Lima, algo que queda confirmado en la nota que dirige Irigoyen el 19 de marzo siguiente y donde le comenta directamente su contenido (los destacados son nuestros):
Evidentemente, Fierro no había quedado convencido con las explicaciones de Lavalle y el mismo 11 envió nuevas instrucciones a Godoy, en Lima (los destacados son nuestros):
Al día siguiente, Fierro volvía a instruir a Godoy, esta vez más explícitamente:
El 12 de marzo, Lavalle fue visitado nuevamente por Santa María en el "Hotel Inglés" de Santiago, con autorización del Presidente Pinto. Enterándose del nulo avance de la negociación, Santa María manifestó imposible que Chile desocupase Antofagasta, salvo que un arbitraje así lo exigiera. Esto desmoronó el ánimo de Lavalle, quien manifestó de inmediato que entonces tendría que dar su misión por concluida. Sin embargo, su amigo chileno se permitió hacerle una advertencia última: debía prepararse para responder al emplazamiento que con toda seguridad le haría el Gobierno chileno, relativo a cuál sería, finalmente, la conducta del Perú frente al fracaso de las negociaciones, y si ésta sería a favor de la neutralidad o a favor de Bolivia. Santa María fue enfático en reconocer que si Perú no se comprometía a dar una respuesta sólida, la guerra sería inevitable. Sin más rodeos y tras discutir sobre la forma de evitar la tragedia que se aproximaba sobre ambas naciones, Santa María se retiró de aquella amarga reunión, en la que ambos quedaron sumidos en un ánimo fúnebre. Acordaron volver a encontrarse, sin embargo, al día siguiente y después de la sesión del Consejo de Estado. Para desgracia de la misión peruana, sin embargo, ese mismo día Godoy había informado detalladamente a la Cancillería chilena sobre las intrigas de la Alianza secreta y de cómo el Gobierno de Bolivia buscaba comprometer en su cumplimiento al Perú:
Terminado el Consejo de Estado, Santa María volvió hasta el hotel para entrevistarse con Lavalle, esta vez sin ninguna esperanza de arrancarle al agente alguna declaración en favor de la neutralidad, sino limitándose a proponer que Lima y Santiago dejaran las cosas como estaban con respecto a la ocupación de Antofagasta y, cuando las pasiones y belicosidades hubiesen mermado, el Gobierno actuaría abriéndose a retomar la negociación para un arreglo. "Darle tiempo al tiempo", fue la expresión que usó. Esta ilusa idea, que había consultado previamente al Diputado Antonio Varas, también era compartida por el Presidente Pinto, y probablemente fue por él concebida. A pesar de su escaso ajuste a la realidad que se vivía a esas alturas, sin embargo, resultó de la simpatía de Lavalle, pues zafaba al fin al Perú de tener que definirse sin hacer abortar la propuesta de arbitraje. Sólo tuvo tres observaciones para esta fórmula:
Santa María, intentó despejar las dudas de Lavalle recordándole que la precipitación de negociaciones podía ser peor que la postergación, y que el gasto de recursos sería un problema interno de Chile. El agente peruano quedó satisfecho y pidió autorización para notificar a su Gobierno de los detalles de esta conversación, a lo que Santa María accedió pidiendo en condición, solamente, que explícitamente se les negara carácter oficial. Pero tanta zalamería y tan extraña subordinación de La Moneda al interés diplomático del Perú comenzaron a generar suspicacias en la mentalidad de Lavalle, quien empezaría a sospechar, entre otras cosas, principalmente que el Gobierno de Chile quizás aspiraba al derrocamiento del General Daza para que una administración más afín a Santiago lo sustituyera, según se desprende de la nota que envía a Lima el 14 de marzo y donde especula con varias hipótesis:
Demás estaría detallar cómo fue que, de las cinco teorías de Lavalle, finalmente no se cumplió ninguna.
Sin embargo, poco duró el optimismo del diplomático peruano, pues ese mismo 14 de marzo, la Legación boliviana en Lima dirigió una nota a todo el Cuerpo Diplomático residente en la capital peruana, informando de la declaración de guerra que Bolivia había realizado contra Chile. Esta comunicación, hecha a insinuación del Canciller Irigoyen, fue dirigida por el Ministro boliviano Zoilo Flores, de quien tendremos ocasión de ver, más abajo, cómo logró reclutar a la opinión pública peruana para el cumplimiento de la Alianza y disipar así los últimos rasgos de cordura que sobrevivían ante la crisis del Pacífico. Además, la medida de extender esta comunicación tenía por objeto impedir que Chile alcanzara a obtener armamentos de origen europeo y norteamericano, aunque no logró ser efectiva en este propósito. Tampoco consiguió que el Cuerpo Diplomático internacional residente en Lima respondiera la comunicación del Ministro boliviano, en consideración de que el Derecho Internacional no prescribía este procedimiento para hacerlo, sino que lo correcto era que la información hubiese sido cursada en La Paz al Cuerpo Diplomático allá residente, y no en territorio peruano. El desliz boliviano, evidentemente orientado también a seguir comprometiendo a Perú en el cumplimiento del pacto secreto, sólo sirvió para obtener la primera confirmación oficial de la declaración de guerra del Altiplano en contra de Chile, y además para que Godoy corriera a telegrafiar a su Gobierno avisando de inmediato de las sorprendentes noticias:
Al poco rato, envió la siguiente información completando la noticia:
Visiblemente preocupado por la grave situación, el Canciller Fierro telegrafió inmediatamente de vuelta a su representante en Lima, con una frase tan breve como categórica: "Pida neutralidad inmediata". Godoy la recibió al día siguiente, e informó respondiendo:
La confirmación llegó el día 17 de marzo. Sin perder tiempo, el Ministro Godoy redactó y dirigió la siguiente nota con características de ultimátum, hasta el Canciller Irigoyen:
A pesar de todo, Lavalle continuaría negando en Santiago la existencia del pacto de Alianza, diciendo a Pinto exactamente lo que quería oír al respecto. Como hemos dicho, la efectividad del cuadrillazo sólo era conocida muy superficialmente por unos cuantos chilenos, aproximadamente desde 1874. Pinto, presionado por los patriotas que le rodeaban, instruyó al representante para exigir la declaración de neutralidad al Perú como forma de verificar si la Alianza existía, finalmente, el mismo 14 de marzo, fijando su audiencia con el Presidente Prado el día 21. Por otra ironía del destino, y tras haber tenido su ya comentada reunión con Lavalle, Nicolás de Piérola publicaba el siguiente manifiesto para sus partidarios peruanos desde Valparaíso, donde aún se encontraba con su familia tras volver de Europa (los destacados son nuestros):
A pesar de estos hechos, la historiografía oficial del Perú insiste tozudamente en declarar el carácter neutral y mediador de la misión de Lavalle, afirmación que resulta bizarra ante la evidencia de que Lima tenía plena disposición y convicción para cumplir el pacto secreto contra Chile y que toda su misión mediadora había sido formulada en este contexto. En su obra "Entre el Perú y Chile: la Cuestión de Tacna y Arica", por ejemplo, Enrique Castro y Oyanguren escribe a principios del siglo XX intentando preservar para la posteridad el cuestionable mito:
Pero el montaje de la misión Lavalle ya estaba a punto de caer por su propio peso. La última nota de Godoy había iniciado de inmediato un incendio en el Palacio de Pizarro, desde el mismo 17 de marzo. El Presidente Pardo llamó a Consejo de Ministros el 18, donde fue leída. Aunque se preparó una respuesta rechazando el emplazamiento a la neutralidad, las autoridades peruanas no pudieron arribar a un acuerdo ni en ese día ni en la reunión del siguiente. La Cancillería del Perú, en tanto, continuó tratando de postergar la respuesta tanto como le fuera posible. El día 18, Lavalle contestaba la nota que Irigoyen le había enviado el 26 de febrero, haciéndole ver al Canciller que era de "imposible aceptación" de Chile un arbitraje previa desocupación del litoral. Probablemente previendo que el arbitraje sería desfavorable al aliado boliviano, también advierte que la situación no sería posible de retrotraer a cómo estaban antes del 14 de febrero de 1879, sino que se tendría que discutir directamente sobre los derechos que Chile alegaba sobre el territorio en virtud del uti possidetis de 1810, pues la anulación boliviana del Tratado de 1874 había arrastrado el conflicto precisamente de vuelta a la situación que había antes del Tratado de 1866, cuando las partes recién discutían los derechos coloniales heredados sobre Atacama. Intentando salvar estas dificultades, Lavalle propuso un nuevo boceto de acuerdo con los siguientes puntos de partida que debían ser establecidos:
No bien terminó el trámite de enviar esta comunicación, Lavalle fue visitado por su amigo el Ministro de la Argentina en Santiago, Mariano de Sarratea, quien le confidenció que el Canciller Fierro lo había invitado para el día 19 siguiente, al mediodía, aparentemente con objeto de informarle sobre el decreto de declaración de guerra contra Chile que Bolivia acababa de revelar públicamente, acto con el que, se sobreentiende, se acabaría la negociación hasta ahora conducida. Cabe indicar que Sarratea también tenía intenciones de mediar en la cuestión del Pacífico, esperando ser invitado por La Moneda o por el propio Lavalle para participar, por lo que la situación lo llenó de desazón. Abrigando vanas esperanzas, le dijo que durante la noche intentaría reunirse con su amigo el Presidente Pinto para que éste le anticipase el contenido de la reunión que sostendría con Fierro. El nerviosismo acosaba a Lavalle al caer aquella noche, en que Pinto y Sarratea intentarían reunirse. En este clima y en esas horas de alta tensión, recibió una nueva visita de Santa María, quien portaba las peores noticias confirmando los más aflictivos temores del diplomático: tras reunirse el Consejo de Ministros y el Consejo de Estado, las autoridades chilenas habían llegado al convencimiento de que resultaba "imposible" aceptar la desocupación del litoral como condición de inicio de un arbitraje, y que se preveía ya en La Moneda que esta decisión precipitaría la guerra con el Perú. Agregó que Chile estaba dispuesto a un entendimiento directo con Bolivia, sin embargo. Al día siguiente, 19 de marzo, Lavalle se reunió con Fierro en el despacho de la Cancillería. Al ver imposible la desocupación del territorio, el agente peruano solicitó idear una nueva base de negociación que salvara su misión, a lo que Fierro sólo pudo proponer el arreglo con Bolivia a través del Perú, posibilidad que Lavalle ya había considerado desde antes y para la cual ambas partes estaban de acuerdo en iniciar enviando a Santa María hasta Lima en calidad de agente confidencial. Aunque Santa María ya no tenía el optimismo de antes, además de seguir convencido de que Perú debía declarar su neutralidad, se reunió al día siguiente con Lavalle para informarse sobre la misión que quería encomendársele. Grande debe haber sido la frustración del Ministro al advertir el escaso entusiasmo de Santa María, quien creía que la guerra con Perú era inevitable. Según Ríos Valdivia, si bien se acordó que saldría eventualmente el día 29 de marzo al Perú, el futuro Presidente de la República no pudo ser convencido por el diplomático. Pero como los diarios informaron ese mismo día sobre el emplazamiento que el Ministro Godoy había enviado al Gobierno del Perú, Lavalle telegrafió este breve mensaje a su Cancillería, el 20 de marzo: "Importa calma hasta aviso". El día 21, Santa María volvía a reunirse con Lavalle, portando otra vez pésimas noticias para el agente: luego de meditarlo, había concluido en que era un esfuerzo inútil viajar a Perú para una gestión destinada al rotundo fracaso. Convencido de que su misión se hundía, Lavalle se limitó a manifestar ladinamente su temor de que toda esta obra fuera interpretada en Chile por "la gente que no me conoce" como un intento de "querer ganar tiempo, para que entretanto el Perú se arme". Fingiéndose sorprendido, Santa María respondió asegurando que "nadie en Chile le hará semejante injuria". Tras esta entrevista con Santa María, Lavalle debía encontrarse con Pinto a las 16:00 horas. En esta reunión, le contó de la negativa de su amigo chileno para asumir la misión pretendida. Para su sorpresa, el Presidente estuvo de acuerdo y coincidió con las apreciaciones de su compatriota para negarse a participar. Poniéndolo nuevamente en aprietos, le insistió en que la declaración de neutralidad peruana sería lo único que podría salvar la gestión y, por ende, la paz. Así, acorralado por Pinto, el agente peruano volvió a refugiarse en la falta de instrucciones al respecto para poder contestar. Sin embargo, esta vez agregó que el Perú:
Creyendo haberle asestado un buen golpe al Gobierno de Chile, Lavalle agregó que si querían conocer cuál seria "la actitud ulterior del Gobierno peruano, puede dirigirse a él por medio de su representante en Lima, lo que supongo que ha hecho ya, según confirman los diarios". Cuál sería su asombro, entonces, cuando con el sartén por el mango, Pinto no sólo reconoció que Godoy ya había recibido órdenes al respecto, sino que, además, "en la Cámara de Senadores Vicuña Mackenna ha asegurado en la sesión de esta mañana, que a la fecha el Coronel Velarde debe estar ocupando la línea del Loa", por lo que sólo una declaración de neutralidad por parte del Perú podría devolver la confianza y apagar las pasiones. Otra vez contra las cuerdas, Lavalle sólo pudo excusarse alegando que por ningún motivo el Gobierno peruano podía hacer una declaración de neutralidad "a priori", sin esperar primero la marcha de los sucesos que se desataban. Sabiendo que la ventaja era suya, Pinto procedió entonces a proponer un nuevo grupo de bases de acuerdo que incluían los siguientes puntos, tan generosos, sin embargo, que en muchos aspectos empataban incluso el peligro de las propuestas anteriormente hechas por el propio Lavalle:
Para todos los casos, era imprescindible la expresa neutralidad peruana. Lavalle se comprometió a informar de esto a su Gobierno y, como no quería hacerlo por telégrafo, debió soportar la insistencia de Pinto. Sin embargo, el representante peruano se abstuvo de aceptarlas a pesar de la tremenda concesión que hacía La Moneda al abrirse a la posibilidad de neutralizar Mejillones y Antofagasta, arriesgándose innecesariamente a un perjuicio a sus intereses sobre la industria salitrera y a una madeja de nuevos conflictos con Perú y Bolivia. Con ello, moría el último de los intentos de arribar en bases dentro de la negociación.
De nuevo acorralado ante los hechos y sobrepasado por la precipitación de la inevitable crisis del Pacífico, el Presidente Prado ya no tenía más evasivas disponibles y se preparó para admitir a un angustiado Godoy aquel secreto guardado por seis largos años: la Alianza Secreta existía y sería respetada por el Perú, justificándose en estar amarrado al compromiso, pues, según confesaría con voz quebrada, "Pardo me ha dejado ligado a Bolivia por un Tratado Secreto de Alianza". La reunión se realizó en el balneario de Chorrillos, la noche del 20 de marzo de 1879. Según la versión oficial de Godoy que registrara Gonzalo Bulnes, la dramática situación fue la siguiente:
Godoy pudo informar de estos hechos dos días después, aunque omitiendo los detalles amargos del encuentro. Coincidentemente, unos días después se registraba el primer combate de la guerra en Calama, del que haremos ampliación más abajo. Ya no había, entonces, oportunidad alguna para salvar la paz. Pasaron otros dos días más, de extrema tensión. El 24, por solicitud de Pinto -que aún se negaba a aceptar la derrota de los intentos de paz-, volvió a acudir a La Moneda el Ministro Lavalle. Pinto le hizo saber entonces que no podría conformarse con la guerra que se venía encima y hasta se preguntó por los "intereses tan poderosos que puedan ligar al Perú con Bolivia", volviendo a insistir en la peregrina idea de que conseguir la neutralidad de Lima. Incluso le propuso una redacción para un telegrama que, dirigido a su Gobierno, hiciera ver que la situación de indefinición del Perú era el obstáculo para el entendimiento. Lavalle contestó que sólo si Chile aceptaba los términos que se propusieran, Perú podría desligarse de Bolivia si ésta los rehusaba. Seguidamente, se retiró para reunirse con Paz Soldán a discutir sobre el telegrama que les proponía Pinto. Se encontraba en este encuentro con el Cónsul peruano, cuando llegó inesperadamente hasta allá el entonces Senador chileno José Victorino Lastarria, quien se recuerda por haber sido el encargado de la desastrosa gestión entreguista de 1865, en la que prácticamente ofreció en bandeja a la Argentina el territorio magallánico, buscando con ello conseguir el apoyo de Buenos Aires a la cruzada en favor del Perú durante su conflicto con España por la toma de islas Chincha. Ahora, venía desde la sesión de la Cámara Alta. Según él, una exposición hecha allí por el Ministro de Justicia Blest Gana sobre la negociación entre La Moneda y el agente peruano había resultado tan confusa y poco clarificadora que necesitaba luz al respecto. Como Lavalle era su amigo personal, éste no tuvo reparos en confesarle el contenido de las conversaciones sostenidas con Pinto y con Fierro, mostrándole también el texto del telegrama propuesto por el Presidente. Lastarria lo consideró ambiguo, y también manifestó su molestia por la forma en que se había realizado la negociación. En cambio, le propuso protocolizar sus conferencias con Fierro, para lo cual se comprometió a convencer de ello al Canciller chileno, ante el júbilo de Paz Soldán. La propuesta era la siguiente:
Pero el intruso intento de Lastarria murió apenas llegó al Gabinete, por suerte para Chile. Atormentado, Lavalle redactó un telegrama urgente para su Gobierno, entregándolo a su asistente en Valparaíso Alejandro von der Heyde. Decía el mismo, revelando nuevamente el verdadero carácter de su misión:
Sin embargo, como el telégrafo estaba cerrado por ser domingo ese día 25 de marzo, el diplomático perdió un tiempo valioso que fue aprovechado por Fierro para solicitarle por nota del mismo día, una constancia escrita de contestación de la primera conferencia que ambos habían tenido y en la que le emplazó a definirse sobre el tratado secreto:
Lavalle debió responderle al Canciller ese mismo domingo. Como su telegrama sólo podría ser enviado a Lima sino hasta el día siguiente, lunes 26 de marzo, al no contar aún con respuesta de su Gobierno, debió responder repitiendo las afirmaciones vertidas por el Canciller pero con evasivas y sin una respuesta categórica al emplazamiento. Al fin, el día lunes recibió la contestación telegráfica de Lima. Era de una sola palabra: "PROLONGAR". Ese mismo día, comunicó a La Moneda el rechazo a la propuesta telegráfica redactada por Pinto y notificó a su Gobierno avisando de un cambio de estrategia, en alusión a las instrucciones que hemos visto recibió el 8 de marzo, relativas a reconocer la existencia del tratado como una forma de presionar la desocupación chilena del territorio a pesar de que esta vía había sido descartada también por Irigoyen el 12 de marzo. Para comprender esta voltereta, debe tenerse en consideración que, el 19 de marzo, el Canciller peruano había vuelto a poner en instrucciones esta estrategia. Como Godoy ya había emplazado al Gobierno del Perú a pronunciar su neutralidad, la farsa de mantener el secreto del tratado ya no tenía sentido y el 21 de marzo, Irigoyen envió una nueva nota telegráfica a su Ministro en Santiago, donde le decía: "Instrucciones marzo 8 quedan vigentes". ¿Por qué? Sencillamente, porque Prado ya le había admitido la existencia del Tratado Secreto a Godoy, en la reunión del día anterior.
Coincidió que el día 24 de marzo, había podido ser descifrado el telegrama de Godoy, que venía en clave, donde daba aviso de que el Presidente Prado había reconocido ya la existencia y el cumplimiento del Tratado Secreto de Alianza. Entretanto, el agente chileno ya había informado a la Cancillería del Perú de la confesión de Prado exigiéndole nuevamente una respuesta a su emplazamiento por la neutralidad, el 21, mismo día en que Irigoyen contestó con una nueva nota evasiva. Al enterarse de estas terribles noticias el Gobierno de Chile, el 25 fue enviado un nuevo telegrama de Fierro para Godoy:
Demás está advertir que la noticia que confirmaba la existencia del cuadrillazo cayó como nuevo balde agua fría a Pinto y los demás americanistas, quienes atribuyeron inicialmente la declaración del mandatario limeño, ridículamente, a un supuesto intento peruano por "mostrarse belicoso" e intentar amedrentar al país (declaración del Presidente Pinto del 24 de marzo). Como siempre ha sucedido en la historia de Chile, estaban equivocados hasta las raíces. Hemos visto, además, que Pinto había escrito a Godoy elogiando la tarea "elevada y noble" que creía depositada en el Perú para actuar como mediador de paz, ignorante aún de que, a esas alturas, ya era un país enemigo y aliado secreto del adversario. De hecho, al momento de arribar Lavalle a Santiago con su controvertida misión diplomática, las Cámaras del Congreso de Chile se encontraban en receso, pues el Ejecutivo consideraba que no era necesario llamar a sesiones extraordinarias, víctima de la misma inconciencia sobre el estado de la situación, que le llevó también a poner en venta toda la flota de su armada de guerra. Obedeciendo a sus instrucciones, Godoy se reunió en larga conferencia con Presidente Prado y el Canciller Irigoyen, el día 26. Aunque supo allí que el tratado estaba aprobado por los Congreso de ambos países y canjeado, no pudo hacerse de una copia del mismo. Al insistir cándidamente sobre la neutralidad, ambos alegaron que no podían declararla sin la autorización del Congreso del Perú, que sesionaría ¡el 24 de abril! Aunque también intentaron desvirtuar la acusación de que el armamentismo estaba dirigido contra Chile, declararon que no podían suspender por ningún motivo tales adquisiciones. Frustrado, Godoy informó al día siguiente que Perú "no declara neutralidad ni suspende armamentos", y que la posición del país quedaría condicionada a la decisión del Congreso en un mes más. También advirtió que Lavalle portaba un extracto del tratado y que el día anterior había salido el transporte "Limeña" llevando armas a Iquique, entre otros aprestos bélicos. Fierro le contestó casi al instante de traducir el telegrama, el día 28:
Ese mismo día, Lavalle había notificado a Irigoyen consultándole en un mensaje codificado lo siguiente:
Pero Lavalle, tras conocer la respuesta de Fierro y antes de recibir la respuesta de su Gobierno, pudo comprender que ya no tenía más sentido seguir con el circo diplomático de negación del Tratado Secreto, especialmente después de las últimas notas de Godoy. El día 31 de marzo, a mediodía, se dirigió al despacho del Canciller chileno y le confirmó verbalmente la existencia del Tratado Secreto entre Perú y Bolivia, conforme a las instrucciones que declaró recibir de su Gobierno, entregándole la totalidad de su texto y leyéndolo a pesar de no ser esto parte de esas mismas instrucciones recibidas. Conciente de que, hasta ese momento, era desconocido en Chile, autorizó al Canciller tomar nota del texto del pacto. El contenido del pacto, ya hecho público, dejó boquiabiertos a la mayoría de los representantes de la clase política chilena de entonces. A pesar de ello, la posición oficial de los historiadores peruanos y bolivianos, incluidos sus simpatizantes internacionales, sigue siendo que La Moneda estaba perfectamente al tanto del texto del acuerdo secreto entre ambos aliados, desde muy temprano. En esta clase de afirmaciones se han especializado autores como Percy Cayo Córdoba en Perú, y Querejazu Calvo y los Vásquez-Machicado, en Bolivia, entre otros. Sin embargo, las notas oficiales de la época demuestran una realidad diametralmente distinta, cuando, por ejemplo, el 12 de marzo de 1879 el Canciller Fierro aún se mostraba ignorante del contenido del pacto, emplazando a Godoy a obtener en Lima mayor información al respecto y, como hemos visto, "conocimiento exacto del tratado de alianza entre Perú y Bolivia, que se dice ajustado el 6 de febrero de 1873 y aprobado por las Cámaras de ambas repúblicas en el curso del mismo año". La revelación y confirmación de la Alianza también provocó en Chile una ola de críticas sobre el ex Canciller Ibáñez Gutiérrez, quien, como el ex Presidente Errázuriz, aparentemente conocía la existencia del pacto y no lo reveló. Esto hizo que la preparación del cuadrillazo no quedara en más conocimiento que el de un puñado de autoridades. Inconcientes de la serenidad y objetividad del oportuno silencio que mantuvo el ex Canciller, muchos parlamentarios y políticos de la época jugaron a ser avezados estrategas y expertos en materias diplomáticas, recriminando duramente al ilustre político y tratando de llevar al Congreso sus acusaciones. Pero la verdad era que si Ibáñez Gutiérrez, Blest Gana o Godoy hubiesen revelado públicamente la existencia de una Alianza contra Chile, la ola de ira y descontrol popular habría precipitado la guerra contra Bolivia y Perú muchos años antes; antes incluso de la llegada de los blindados. Además, los círculos políticos de la aristocracia chilena ya rumoreaban desde hacía varios años la posible existencia del pacto, sin otorgarle suficiente crédito al preferir dar por ciertas las afirmaciones con que diplomáticos peruanos y bolivianos negaban rotundamente tal acuerdo secreto. Una vez más, los americanistas chilenos se había equivocado. Aunque los ex aliados han intentado propagar por toda la faz de la Tierra, además, la idea de que Chile a esas alturas sólo estaba concretando un siniestro plan expansionista urdido a oscuras por la diplomacia santiaguina para apropiarse de los territorios de ambos vecinos (idea especialmente defendida en Bolivia, intentando minimizar así el aparecer como quien declaró primero la guerra), cabe señalar que, mientras esto tenía lugar, el Estado chileno seguía comportándose lo que en términos de defensa podría denominarse consciencia de inocencia, al seguir publicando documentaciones en la que se continuaba reconociendo el territorio que sería escenario de las disputas bélicas que estaban por comenzar, como peruano y boliviano, algo que no se condice con la mentalidad de quien ya ha trazado un proyecto de piratería y apropiación sobre ellos. En esta categoría, está el excelente trabajo del Ingeniero Alejandro Bertrand titulado "Departamento de Tarapacá. Aspecto General del Territorio, su Clima y sus Producciones", publicado en Santiago por la Imprenta de la República bajo los auspicios de la Oficina Hidrográfica de Chile. Sorprendentemente, la obra fue publicada en los inicios mismos de la Guerra del Pacífico, y Bertrand escribe en su advertencia a la edición, fechada el 14 de abril de 1879, el siguiente mensaje (los destacados son nuestros):
Y, para incrementar la sorpresa, una segunda edición de este libro sería publicada en agosto de ese mismo año, aún reconociendo como peruanos los territorios tarapaqueños que ya estaban siendo ocupados por el Ejército de Chile.
Otra de la leyendas que hemos correspondido abordar en este artículo se relaciona con la descripción de la fantástica "defensa del litoral", a la que incontables historiadores bolivianos, hasta nuestros días, se refieren al describir la primera etapa de la guerra de 1879, intentando fingir con ello una relación estrecha con el océano que, en la práctica, nunca tuvieron, ni siquiera durante la vigencia de los tratados de 1866 y 1874. Con este objeto, las autoridades bolivianas celebran hasta nuestros tiempos el llamado "Día del Mar" o "Día de la Pérdida del Litoral" en marzo, como conmemoración del episodio que relataremos, y fundaron para ello también el "Museo del Litoral" que, en rigor, es una exposición histórica y militar de la guerra. Como veremos a continuación, sin embargo, JAMÁS hubo defensa alguna del pretendido litoral por parte de Bolivia y, de hecho, los combates comenzaron a unos 150 kilómetros de la playa más cercana, en Calama, sobre el paso del Topáter, territorio que también estaba dentro del área del desierto de Atacama que correspondía a Chile desde tiempos coloniales pero que había sido cedida a Bolivia con el Tratado de 1866. Concientes de que Bolivia iba a declarar la guerra para forzar la entrada peruana, y que su primer avance podría intentarse sobre Antofagasta, las fuerzas de ocupación del puerto fueron reforzadas por compañías de los Batallones 2º y 4º de Línea y el Escuadrón de Caballería de Cazadores. Como hemos visto, estaban en lo correcto, pues a esas alturas la declaración de guerra de Bolivia estaba lista desde el 1º de marzo y sólo quedaba pendiente su publicación nada más que por las vacilaciones del Perú y las propuestas de mediación que intentaba formularle a Santiago. En tanto, el día 13 de marzo había llegado a Antofagasta, en calidad de Ministro de Guerra y Marina, el Coronel Cornelio Saavedra, junto al Contralmirante Juan Williams Rebolledo, hijo del ilustre marino fundador del Fuerte Bulnes en Magallanes. Las fuerzas chilenas sumaban allí unos 2 mil efectivos. Decididos a adelantarse a cualquier intención boliviana, Saavedra decidió poner en marcha una autorización para ocupar Calama y se despachó al Coronel Emilio Sotomayor para que marchara con 544 hombres, distribuidos en las dos compañías del 2º de Línea, al mando del Comandante Eleuterio Ramírez, una del 4º de Línea, dirigida por el Capitán Juan José San Martín y el Escuadrón de Cazadores, al mando del Mayor Rafael Vargas, que salieron acompañados de pontoneros auxiliares, el 20 de marzo, y llegaron a la ciudad hacia el amanecer del día 23. Sin embargo, los chilenos ignoraban que en Calama se había formado un pequeño pero bravo grupo de valientes, al mando de un contador cuarentón oriundo de San Pedro de Atacama, Coronel Eduardo Abaroa, quien se enroló voluntariamente en el Ejército de su país poniéndole cuño de la férrea voluntad con que estuvo dispuesto a defender el pueblo. Los autores bolivianos, en su interés por exagerar hechos y victimizarse en sus relatos, generalmente presentan al pequeño puñado de oficiales bajo el mando de Abaroa y su compatriota el Coronel Ladislao Cabrera como el único contingente que defendía Calama, omitiendo a los fusileros y voluntarios locales, que sumaban unos 150 hombres o más sólo en las inmediaciones del río y unos 250 al interior del poblado. Al divisar los caseríos de Calama, los chilenos enviaron un piquete de 25 cazadores, dirigidos por el Alférez Juan de Dios Quezada, junto al curso del río Loa por el vado de Topáter, cerca de las 7:30 de la mañana, seguidos desde más atrás por el resto batallón al mando del Capitán San Martín. El batallón de Vargas, en cambio, descendió por el vado de Carvajal. Súbitamente, tras atravesar el Topáter, los hombres del grupo de vanguardia de Quezada fueron atacados por sorpresa por una posición de fusileros apertrechados de Cabrera y Abaroa, a los que se les sumaron otros bolivianos, obligando a varios de los jinetes a saltar de sus caballos y a arrojarse al suelo, desatándose un violento cruce de disparos. Instantáneamente, otros 65 Cazadores cruzaron el Loa dirigidos por el Teniente Sofanor Parra; bajaron de las monturas y se arrojaron desde otro costado sobre los bolivianos. La Compañía del 4º, con San Martín a la cabeza, avanzó por sobre los pasos del primer grupo de Cazadores y el 2º de Ramírez, quien perdió su caballo en el combate, lo hizo por múltiples puntos del río. Los pontoneros aún no terminaban de armar un improvisado puente sobre el río, cuando el 2º de Línea, dirigido por su segundo Comandante Bartolomé Vivar, lo cruzó apresuradamente con las hojas de sus sables cheatallerault brillando al Sol y con el ruido del chivateo infernal de sus hombres, obligando a los trabajadores a sostener la estructura con sus manos y espaldas para que no cediera al peso. En la refriega, caería el primer héroe chileno e iniciador de la cuenta de más de 30 mil compatriotas suyos que ofrendarían sus vidas durante todo el conflicto, al ser alcanzando en la cabeza por una de las balas de los fusileros enemigos: el Cazador a Caballo Rafael Segundo Ramírez, de origen modesto y oriundo de Renca, en Santiago. Al ver cómo sus hombres se retiraban con Cabrera luego de la embestida de los Cazadores a Caballo, Abaroa dio muestras de valentía asombrosas, arrojándose prácticamente solo contra las fuerzas chilenas y cayendo en el acto luego de gritar su famosa frase "¡Que se rinda su abuela, carajo!" contra Vargas, cuando éste el rogaba entregarse. Su impactante sacrificio lo convirtió con justicia en un símbolo del heroísmo en Bolivia, su más recordado héroe de la historia y generó grandes gestos de admiración de parte de los chilenos. Fue sepultado por ellos en el cementerio del pueblo esa misma tarde, como gesto de homenaje a su valentía fuera de toda posibilidad siquiera de discusión. Al final, siete chilenos y 19 bolivianos cayeron muertos tras tres horas de intensa lucha, en el primer enfrentamiento de la Guerra del Pacífico. 23 miembros de la defensa boliviana que no alcanzaron a escapar, fueron hechos prisioneros. Tras disolver las posiciones enemigas, los Cazadores tomaron Calama e izaron la bandera chilena, cerrando aquella jornada muy lejos de la costa y en ningún caso como una pretendida y fantástica acción boliviana en "defensa del litoral", sino, contrariamente, para contener el avance chileno hacia el territorio interior, casi en las faldas de la cordillera andina y cerca de los 1.000 metros sobre el nivel del mar. La audacia del Capitán Rafael Vargas, en tanto, había dejado sorprendidos incluso a los bolivianos que lo enfrentaron, según lo reconocerían más tarde. Ello no impidió, sin embargo, que el Coronel Sotomayor recibiera críticas por su conducción de este primer combate y que, más tarde, Pinto le restara valor estratégico a esta conquista. El 23 de marzo pasó a ser en Bolivia oficialmente el Día de la Pérdida del Litoral, anualmente celebrado en ese país con un sesgo de victimismo y sensiblería tremendista. Curiosa y paradójicamente, sin embargo, en el lugar donde debía haberse producido esta supuesta "defensa del litoral", que era Antofagasta, la ocupación chilena del 14 de febrero había sido en completa calma y tranquilidad, sin enfrentamientos, demostrando lo absolutamente ajenos y desligados que seguían siendo para Bolivia esos territorios, a pesar del intento de acercamiento al océano que se había buscado con los Tratados de 1866 y 1874. Coincidentemente, tras el combate con las fuerzas bolivianas de Calama, Godoy recibía el 26 de marzo la nota desde Lima donde, como hemos visto, el Gobierno peruano descartaba absolutamente la posibilidad de declarar la neutralidad antes de que lo autorizara el Congreso del Perú en un mes más. La última e ilusa vela de la esperanza de paz se apagaba, así, arrasada por los primeros rugidos de la tormenta en camino.
En vista de los acontecimientos sucedidos y por suceder, el Presidente Pinto llamó al Gabinete el 1º de abril. En el encuentro estuvieron junto al Mandatario y a los ministros Zégers, Prats, Fierro y Best Gana; los Consejeros Antonio Varas, Santos Lira, José Salamanca, el General Pedro Godoy, José Antonio Gandarillas, José Victorino Lastarria y Domingo Santa María. Aunque no quedaron actas por no asistir el Secretario, Santa María dejó un detallado testimonio de lo sucedido durante el encuentro, que se inició con la lectura de Fierro a la autorización que se iba a solicitar al Congreso para declarar la guerra. Al terminar de leerla, el General Godoy aplaudió la nota y pidió la palabra declarando su convicción de que debía irse a la guerra:
Correspondió hablar, entonces, a Santa María, quien diría a los presentes interpretando el sentir del entreguismo enquistado en la administración política:
Una vez terminado el discurso de Santa María, tomó la palabra el Ministro Prats:
Al hablar Lastarria, venciendo el sentimiento entreguista que le dominaba y empujado por la opinión de los demás miembros del Consejo, no pudo menos que ofrecerse como partidario de la declaración y del castigo al Perú comenzando ya a sacar cuentas de los posibles botines de guerra:
De toda la tensa reunión, sin embargo, ha pasado principalmente a la historia una frase de Antonio Varas, resumiendo perfectamente el momento histórico de Chile y respondiendo en parte a Santa María, con las siguientes palabras:
José Antonio Gandarillas también apoyó las expresiones de Varas, advirtiendo que el verdadero enemigo de Chile ya no era Bolivia, sino Perú. Incluso deslizó la idea de que el proceder boliviano haya sido por influencia de los peruanos. Así las cosas, entonces, cuando Pinto procedió a tomar votación individual de los miembros del Consejo, la decisión de ir a la guerra ya era unánime. Antes de levantar la sesión, el Presidente resolvió mantener en secreto la declaración de guerra hasta que fuese promulgada y así lo solicitó a los participantes. Sin embargo, el General Godoy salió de ésta cometiendo la infidencia de contarle en reserva de la decisión a un amigo suyo de la delegación de periodistas de Colombia, Ricardo Becerra, que se encontraba en el patio de La Moneda. Becerra transmitió la noticia a don Justo Arteaga Alemparte, dueño del diario "Los Tiempos", quien se apresuró a publicar la primicia durante esa misma tarde, compartiendo la nueva con el diario "Las Novedades". Menos de 24 horas después, la noticia ya había llegado a las salas de telégrafos de todos los periódicos del continente. Lavalle se enteró por estos medios de prensa de la resolución del Consejo de Estado. Aunque era previsible, de todos modos cayó en pánico y dirigió inmediatamente una comunicación a Fierro por mano de su hijo Teniente y Agregado Militar de la Legación. Aunque el Canciller no pudo responder inmediatamente, por estar ocupado con las actividades del Congreso, Lavalle de todos modos logró proveerse de parte de la información sobre la declaración y telegrafió a su país la amarga noticia:
Viendo improbable que Fierro le respondiera, el agente peruano volvió a dirigir una nota, esta vez al Presidente de la República. Veremos después en qué terminó este esfuerzo. En tanto, el proyecto de declaración de guerra contra Perú y Bolivia entró al Congreso Nacional al día siguiente de la reunión del Consejo. Pinto había sido duramente criticado por la prensa opositora por su decisión de no llamar a sesiones extraordinarias del Legislativo pese a la gravedad de la situación, de modo que las Cámaras no eran favorables al Gobierno al momento de recurrir a éste buscando la aprobación. Sólo el 15 de marzo se había llamado a sesiones especiales, pero la oposición del Senado, liderada por Benjamín Vicuña Mackenna y por José Eugenio Vergara, y la de la Cámara de Diputados liderada por Ambrosio Montt y Antonio Varas, no le perdonaba su tardía solicitud de la opinión del Congreso sobre el asunto con Bolivia. Incluso la situación política pasaba por un proceso de inestabilidad tal que, para algunos actores como José Manuel Balmaceda, podía estar cerca de la revolución o la guerra civil. A pesar de todo, los días que habían transcurrido y la confirmación de la existencia del Pacto Secreto de los Aliados, había cambiado radicalmente la disposición de los opositores a esas alturas de la crisis. El 2 de abril, el decreto de guerra fue aprobado por la unanimidad del Senado, enviándoselo de inmediato a la Cámara. Sin embargo, allá el proyecto cayó en una discusión acaloradísima, en donde Montt y Varas atacaron con ferocidad al Gobierno por su actuación totalmente descolocada de la realidad y de la gravedad de los hechos, condenándolo también por el enorme tiempo que se había gastado para pedir, insistir y esperar inútilmente la declaración de neutralidad del Perú, por lo que el Canciller Fierro debió salir en defensa de la La Moneda alegando que se estaba solicitando desde temprano la declaración peruana por la neutralidad, tanto al Ministro Lavalle como al Gobierno de Lima a través de Godoy. No obstante, la Cámara también aprobó la declaración tras la larga sesión. Lavalle esperaba impaciente noticias sobre la cuestión. El día 3, el Presidente Pinto pudo responder su nota adjuntándose la respuesta que Fierro le había redactado con fecha del día anterior, al recibir la comunicación del agente. Las palabras del Canciller allí vertidas, eran lapidarias para el ánimo de Lavalle:
El Ministro peruano sólo pudo contestar limitándose a acusar recibo, y partió a telegrafiar a su Gobierno:
Ese mismo día, Lavalle y sus demás ayudantes de la Legación se prepararon para salir a Valparaíso, siendo escoltados por el Capitán de Navío Patricio Lynch, quien llegó enviado por el Presidente Pinto para ponerse a sus órdenes. Lavalle y su comitiva abordaron el tren a la costa a las 21:00 horas, acompañados por Lynch y por Domingo de Toro Herrera. Tras algunas paradas, llegó a Valparaíso a las 12:00 de la noche, comenzando el día 4. Le recibió el Intendente de Valparaíso en persona más algunos oficiales de la Armada y del Ejército, entre otros, incluidos representantes extranjeros. Se embargó entonces en el "Liguria", en lugar del vapor que originalmente debía llevarlo al Callao, por precaución. Y se marchó. La Declaración de Guerra de Chile contra los Aliados sería publicada el día 5. Esto sucedía en el aniversario de la Batalla de Maipú, la misma que consumara el largo proceso de Independencia de Chile. Sólo el día 12 de abril, sin embargo, Fierro notificó al cuerpo diplomático residente de las razones de esta declaración. La noticia llegó al Perú sin causar más sorpresas de las que ya habían explotado a lo largo de tantos años de conflicto. El odio, el delirio de grandeza en el Pacífico y el deseo de una aventura bélica sin mediar consecuencias, había triunfado en Lima. Una declaración peruana del Presidente Prado ya contagiado por el triunfalismo, emitida públicamente el día 16 de abril de 1879, en un mitin de la muchedumbre limeña y en presencia de autoridades políticas, militares y eclesiásticas, decía que, con la guerra, Chile debería quedar reducido al territorio existente entre los paralelos 26º y 47º:
De ahí en adelante, la ola de odio y campañas de demonización contra Chile para justificar la intromisión peruana, no se detuvieron. Una de ellas fue dirigida por el mencionado Ministro de Bolivia en Lima, Zoilo Flores, quien, valiéndose de exiliados en el Perú como algunos ex melgarejistas y el traidor chileno Coronel Juan L. Muñoz, hacia el 20 de abril reflotó las odiosidades y presentó fuera de tiempo y lugar pretendidas "pruebas" de la participación chilena en el bien añejo incidente del "Paquete de Los Vilos" de 1872, intento de rebelión en Antofagasta de parte de un minúsculo puñado de exiliados bolivianos en Chile contra el Gobierno altiplánico y que constituye el plato de fondo en el culto peruano y boliviano sobre origen de su aliancismo antichileno, cimentado únicamente en la superchería histórica. Posteriormente, el día 27 de abril, Prado inició otra verdadera cacería de chilenos en Huanillos y otras localidades, dándoles sólo unas horas para abandonar los poblados, por lo que 400 de ellos debieron huir en medio del desierto siendo perseguidos camino a Tocopilla, en una formidable acción desesperada que todavía no deja de sorprender y asombrar a los historiadores.
Los libros de historia de Bolivia y Perú insisten en que Chile estaba tremendamente más armado que ambas naciones al enfrentar las tres en la guerra, como una forma de justificar su derrota, lavar las heridas del patriotismo e intentar transponer las superioridades chilenas en los campos de batalla a la supuesta ayuda inglesa durante la conflagración, mito que va de la mano del "armamentismo chileno", como veremos. Sin embargo, la verdadera situación era que Chile arrastraba una gran deficiencia militar derivada de los problemas económicos que veremos a continuación, y eso explica las compras de último minuto que intentaron realizarse ya con Antofagasta ocupada y que, como hemos visto, Bolivia pretendió bloquear anunciando la declaración de guerra a través de su Legación en Perú, para obligar a los demás países a declarar la neutralidad y abstenerse de vender armamentos a Chile. Ya sabemos también que Chile, hasta la compra de los blindados, no poseía naves acorazadas con fama de "indestructibles", como el poderoso blindado peruano "Huáscar", la fragata acorazada "Independencia" (ambos armados en Birkenhead) y los monitores "Manco Capac", "Atahualpa" y la corbeta "Unión", todos ellos peruanos. Estos navíos de la Marina de Guerra peruana no sólo tenían fama de poderosas, sino también la de ser del tipo más veloces de la época. Si bien el "Huáscar" y la "Independencia" no eran tan modernas como las dos de Chile compradas a Inglaterra, ambos eran reconocidos por su extraordinaria rapidez y maniobrabilidad, mientras que el "Cochrane" y el "Blanco Encalada" tenían menor desplazamiento y tendían a acumular rápidamente residuos escoriales en sus tuberías, lo que afectaba enormemente la velocidad de las naves, como quedó demostrado en la escurridiza seguidilla de ataques del "Huáscar" a blancos chilenos después de la epopeya de Iquique y Punta Gruesa. El año 1874, además, Perú había incorporado a su flota la cañonera "Pilcomayo". Además de los blindados, Chile disponía de cinco corbetas de madera: "Esmeralda", "Maipo" y "Covadonga", verdaderas reliquias a las que, producto de la necesidad de renovar urgentemente el material naval al final de la Guerra con España, se adicionaron la "Chacabuco" y la "O'Higgins". Todas estaban en pésimas condiciones de mantención al comenzar la crisis del Pacífico. Desde 1873 se tenía disponible, además, la cañonera "Magallanes" y el vapor "Loa", también en condición operativa inadecuada. El brusco giro se produjo, sin embargo, con la incorporación de los blindados "Cochrane" y "Blanco Encalada", que deben haber sido los más modernos de toda Sudamérica en aquellos años. Como veremos más abajo, en una irónica situación que ilustra muy bien la falta de visión chilena y la ausencia del espíritu belicista que los textos peruanos y bolivianos le atribuyen ya entonces a Chile, la corbeta "Abtao" había sido vendida hacía poco tiempo, por lo que debió ser readquirida ese mismo año de 1879. Bolivia, por su parte, no poseía ningún navío, en otra prueba de que su presencia histórica jamás se extendió realmente hasta el litoral del Pacífico, salvo insignificantes llegadas en cumplimiento de intereses aduaneros y administrativos. Toda esta incidencia del potencial marítimo en el desarrollo de la guerra, sería la que, a la larga, daría el merecido nombre de "Guerra del Pacífico", a pesar de los comentarios de Joaquín Edwards Bello en el sentido de que esta denominación oceánica a la guerra resulta un tanto ostentosa y exagerada. Valparaíso seguía desprotegido y ningún plan de reforzamiento había podido concretarse, pues la deuda pública había aumentado a $43.715.790 en sólo media década. Para empeorar las cosas, en 1876 el estado financiero había obligado a cerrar la Escuela Naval en Chile. En contraste, el puerto peruano del Callao era una verdadera fortaleza, armada con adquisiciones adquiridas a crédito ilimitado por Lima. Sin embargo, la otrora impenetrable barrera que logró contener el ataque de la flota española en 1866, ahora ofrecía una vulnerabilidad: la falta de mantención y la irresponsabilidad de las propias autoridades peruanas habían dejado en casi total abandono muchas de estas defensas, dañadas por el paso del tiempo y el olvido. La cantidad población podía ser un factor crítico: mientras Chile sólo tenía unos 2.100.000 habitantes, el Perú contaba con 2.705.000 y Bolivia promediaba unos 2.000.000. En otras palabras, los aliados más que doblaban en habitantes a Chile. Esta proporción se reflejaba en el contingente profesional: mientras Chile sólo poseía unos 2.440 soldados de línea y 401 oficiales, en abril de 1879, Perú poseía 5.613 de fila y 3.185 de marina, además de 1.918 guardias nacionales. Bolivia poseía unos 2.500 hombres, pero el aumento de aymarás enrolados hizo ascender el número a unas 5.000 almas. Contando la totalidad del contingente dispuesto para la guerra, se sumaban unos 119.000 efectivos. Esta carencia fue solucionada por Chile con la participación del masivo contingente de conscripción y unos 6.661 miembros de la reactivada Guardia Militar, en lo que sería el origen de la doctrina hasta hoy mantenida, de que cada ciudadano es un potencial reservista de la fuerza militar nacional. Incluso, se reclutó a los voluntarios del Cuerpo de Bomberos de Chile para integrar divisiones, en donde se destacaron por su gallardía y estoicismo. Aunque el mito señala a Chile siendo abastecido misteriosamente con armamentos ingleses y norteamericanos, veremos que Perú se proveyó de armas yanquis llevadas por el "Chalaco", a mediados de 1879 y a través de Panamá, en número cercano a 10.000, cuya capacidad compensaba a las mejores armas usadas por los chilenos, correspondientes a fusiles Remington de alto alcance. Perú ya poseía 5.366 fusiles desde antes de la guerra, de unos 11 tipos distintos, más 768 mosquetones, 800 carabinas y los cerca de 5.500 fusiles con municiones que Costa Rica prácticamente les regaló a poco de empezar el conflicto. Todos eran de capacidad más o menos semejante a los Comblain chilenos. Poco después, el carguero "Limeña" llevó cerca de 10.000 armas más hasta el Perú. Estos datos están en la "Estadística del Estado del Perú de 1878". En otra refutación a la leyenda del "armamentismo chileno" y de la supuesta superioridad abismante de Chile en cuanto a armamentos y pertrechos, que estudiaremos más abajo, vale recordar que aunque no existen estadísticas totales sobre las armas peruanas en 1879, Encina revela que es conocido que sólo en Tarapacá ya habían 950 Comblain, 1.359 Chassepot viejos y 1.654 Chassepot modernos (Castagnon reformados al tipo "peruano"). Esto nos da una proporción del resto. En abril llegó desde Panamá el buque "Talismán", con otros miles de nuevos Remington y Peabody. Chile, en cambio, poseía para todo su Ejército sólo 12.500 Comblain (modelo 1873); cerca de 2.000 Grass (modelo 1874); otros 2.000 Beaumont (modelo 1871); y unos mil Krompostchek (modelo 1878). De todos estos, sólo los Comblain alcanzan los 1.200 metros y habían sido adquiridos durante el Gobierno de Errázuriz, mucho antes de la guerra. El resto eran cerca de 30.000 fusiles Minié, verdaderas reliquias incluso en aquella época, despectivamente definidas como para "cazar gatos". Algunas fuentes peruanas destacan con gran tremendismo la presencia de las terroríficas ametralladoras francesas Claxton entre el Ejército de Chile, a veces deslizando incluso la opinión de que su empleo estaba reñido con la ética de guerra de la época; pero omiten decir que esta arma le fue arrebatada a los propios peruanos que la empleaban en la defensa del Morro Solar durante la Batalla de Chorrillos, ocasión en la que también se descubrieron que las enormes municiones del arma de repetición llevaban sello de manufactura francesa en sus casquillos, lo que demuestra la colaboración que Francia había realizado estado haciéndole al Perú en plena guerra. El contexto económico en que se comenzaron a hacer las adquisiciones de emergencia para enfrentar la contienda, también resulta bastante interesante. Los autores peruanos suelen recalcar que su país también protagonizó recortes presupuestarios, ya en las proximidades de la guerra, producto de la severa crisis que arrastraba desde hacía varios años y que el estanco del salitre no había logrado revertir. Omiten mencionar, sin embargo, que una de las causas de esa misma crisis fue el gasto en armas y las reestructuraciones del ejército durante el Gobierno de Pardo, precisamente preparándose para un conflicto con Chile. El 1º de octubre de 1872, por ejemplo, Pardo había creado la Escuela Militar y la organizó al mes siguiente, pasando por alto la grave crisis financiera en que ya se encontraba el Perú. El 7 de noviembre organizó la nueva Guardia Nacional y el 18 reestructuró el Cuerpo de Caballería. El 20 presentó la Ley de Conscripción Militar, destinada a ampliar las filas del contingente y el gasto de mantención del Ejército. Las ventajadas de Chile eran grandes -sin embargo- en asuntos relacionados con la calidad de sus fuerzas militares, más que en números. En aquella gesta heroica se consolida definitivamente la figura antológica del "roto chileno", que llevaría al triunfo en los campos de batalla como antes había sucedido durante la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana. Como cantara la cueca brava del trío folclórico "Los Chileneros" sobre este personaje: "No hubo otro igual, ay sí / por su bandera / se vistió de milico / ganó la guerra / Yo me saco el sombrero / roto chileno". Se recordará que, al conocerse la noticia de la guerra en Chile, miles y miles de voluntarios, la mayoría de ellos desde estratos sociales sumamente humildes, corrieron a los regimientos a ofrecerse para la lucha, entusiasmados especialmente con la idea de vengar lo que, popularmente, fue interpretado desde un principio como una traición de parte de los aliados. Fue tal la cantidad de postulantes que muchos de ellos debieron ser devueltos a sus casas, en otro desmentido de la guerra "burguesa" o "aristocrática" descrita por peruanos, bolivianos y también entreguistas, según los cuales el pueblo chileno contempló completamente ajeno los sucesos de la conflagración, cuando lo cierto es que la situación había tocado a un importantísimo sector de las clases obreras chilenas de entonces, como eran los mineros, que desde muy temprano se sintieron partícipes y afectados por la cuestión de Atacama. De este entusiasmo surgiría una explosión de nuevos batallones y regimientos: en Santiago, el Chacabuco, Bulnes y Escuadrón de Carabineros de Yungay; en Valparaíso, el Navales y Batallón Valparaíso; en Aconcagua, el Lautaro y el Aconcagua. Similar fervor se vio de parte de los mineros "rotos" de Copiapó, hombres de naturaleza ruda y fuerte. Los mineros chilenos prepotentemente expulsados desde el campamento de Caracoles, llegaron a formar un batallón propio de 800 hombres, que no logró un reconocimiento oficial hasta un tiempo después. Desde la escuela más tradicional de la historicidad, autores como Encina, Bulnes y Palacios destacan también que la homogeneidad racial y cultural chilena permitió, además, que los brotes de división no afloraran o que al menos asomaran al mínimo durante el conflicto, manteniendo la cohesión nacional, misma que ciertamente lloró por su ausencia entre los aliados. También hubo enormes muestras de patriotismo en Bolivia. La miseria y la crisis social no habían logrado erosionar el firme y sólido sentido guerrero ancestral del pueblo altiplánico, que se levantó de inmediato en su voluntad de empuñar las armas y enfrentar al enemigo chileno, tras el discurso de Daza del día 27 de febrero.
Una muletilla que a estas alturas parece imposible de retirar de la historiografía oficial de Perú y Bolivia, sin embargo, es que el mendato "armamentismo chileno" se remontaba a los años previos a la Guerra del Pacífico, pues se trataba de un plan cuidadosamente urdido por la autoridad de Santiago. Prácticamente no hay autor de estos países (o, en su defecto, solidarios de estas versiones) que no insista y dé por hecho la existencia de este pretendido armamentismo, citándolo con reiteración y majadería. Sólo como muestra, El Capitán de Fragata Jorge Sotelo Ortiz escribe en "Breves apuntes sobre la Historia de la Marina de Guerra del Perú":
No hay duda de que estas referencias forman parte del folclore de ambos países ex aliados, pues jamás se formulan recurriendo a verdaderos argumentos, con cifras y documentos en mano, que acrediten tales aseveraciones que, en el discurso reiterativo de esos mismos historiadores, constituyen un pilar fundamental para poder culpar las "ambiciones" y el "expansionismo" de Chile como causa fundamental de la guerra, cuidadosamente planeada y trazada por los gobiernos de Santiago. En su lugar ofrecen ambiguas referencias, siempre orientadas a la adquisición de los dos blindados. Al consultar datos de la época, sin embargo, el investigador se encuentra con un escenario diametralmente distinto al que ofrecen los historiadores peruanos y bolivianos transgrediendo, de paso, las normas y rigurosidades que exige la documentación histórica objetiva, incluso entre aprendices. Sirva de ejemplo la siguiente tabla, relacionada con los registros de contingente del Ejército de Chile entre el período 1866 y 1879:
Como se observa, el contingente de 1879 era el menor de casi 15 años, situación que hace por completo imposible suponer que Chile se encontraba en una proyección bélica o una militarización progresiva en los años previos a la guerra, salvo que un instinto suicida hubiese tomado posesión de sus autoridades. Paralelamente, el lector astuto advertirá con facilidad que en el año de 1866 se alcanza la mayor cantidad, con 8.033 hombres en la fuerza efectiva, y que esto se debe a que aquél fue el año de la Guerra contra España, situación beligerante que se refleja perfectamente en estas cifras. En cambio, no puede verse similar ánimo en 1879, donde la planta ha descendido a sólo 2.400 hombres de fuerza efectiva, producto de una ley de reducción decretada en septiembre de 1878 y que dejaba casi como único contingente al necesario para mantener el orden en la Frontera de la Araucanía. Vemos, así, que ambos períodos ofrecen aspectos radicalmente opuestos, a pesar de que los autores peruanos y bolivianos se esmeran en presentarlos como similares por su contexto bélico. Dicho de otro modo, la afirmación históricamente difundida por Perú y Bolivia sobre el "armamentismo chileno" no puede encontrar asidero en las cifras reales del contingente del Ejército de Chile. Veamos, entonces, si el examen numérico de la oficialidad chilena en los años más cercanos a la guerra, otorga algún favor a la tesis peruano-boliviana:
Nuevamente, nada positivo para sostener el "Érase una vez..." de los ex aliados, pues la evidente situación de reducciones de oficialidad no se condice con el supuesto estado de armamentismo que pretende imputársele a Chile. Si en lo que a material humano se refiere, las cifras mostradas obran profundamente en contra de la aseveración del "armamentismo chileno", pasamos a revisar ahora la evolución de la planta de la Guardia Nacional, una suerte de cuerpo reservista, que será la última oportunidad en nuestro análisis para verificar si de algún lado se produjo el alza de contingente necesaria para sostener que Chile tenía una proyección bélica entre cejas:
Por tercera vez, nada. Hasta puede verse que la cantidad de miembros de la Guardia Nacional, de hecho, en 1877 llega a ser una caricatura de lo que había sido una década antes. Se recordará que en los años siguientes, de 1878 y 1879, llegó a ser tan escaso su contingente que casi no existen fuentes para cifras, por lo que técnicamente podríamos considerarla desaparecida al iniciarse la guerra, producto de su clausura. Incluso se preparaba su clausura al momento de comenzar la crisis. Otros datos interesantes, complementarios a estas cifras y que desmienten a los historiadores de los países ex aliados, son los que ofrecemos a continuación:
Finalmente, si nada sobre el recurso humano, la situación de la flota naval o el abastecimiento militar observable permite suponer que existe algún rasgo de seriedad y veracidad a la acusación de que Chile sostenía una carrera armamentista antes de la Guerra del Pacífico, podría creerse que el aumento no se produjo sobre el contingente, sino sobre el material de guerra, las armas propiamente tales. No es necesario ser contador para advertir si esta alza de presupuesto tuvo lugar en la realidad. Para ver si así fue, pasamos a la tabla de gastos de Chile en Defensa Nacional, de 1866 a 1879:
Otra vez puede advertirse que el gasto militar va principalmente en regresión. Es más: la compra de los famosos blindados, retomada en 1872, aparece perfectamente ajustada al escuálido presupuesto militar, sin generar súbitas alzas o variaciones drásticas en el ritmo de reducción progresiva de gastos que se advierte en la tabla. Se recordará que este punto había sido confirmado en un informe rendido el 11 de noviembre de 1872, por el representante del Perú en Chile, Ignacio Noboa, en donde informa a Torre Tagle sobre Santiago:
En conclusión, puede verse perfectamente que la patraña del "armamentismo chileno" no tiene asidero en la realidad histórica, por mucho que autores peruanos y bolivianos continúen insistiendo en semejante medalla de superchería y exposición tendenciosa de los antecedentes. Esto está reflejado incluso en una nota del Barón D'Avril desde la Legación de Francia en Chile, dirigida a su patria el 23 de febrero de 1879, cuando la guerra ya era inminente, y la recordamos particularmente por su contraste con la sostenida y permanente política francesa de apoyo a los Aliados durante todo lo que duró el conflicto:
A nuestro juicio, uno de los documentos que mejor bosqueja la recién descrita situación de Chile al comenzar la guerra, es la nota enviada el 23 de septiembre de 1879 por el ministro residente Legación germana en Santiago, el ya citado Gülich, al ministro berlinés Von Bülow, con esta notable y cruda declaración que pudo haber influido mucho en la actitud que mantuvo Otto von Bismarck con relación a Chile durante el conflicto:
Mucha ha sido la alharaca literaria largamente extendida entre los ex aliados, sobre la pretendida "participación inglesa" en el apoyo a Chile durante la Guerra del Pacífico, al punto de que algunos, con una audacia y tremendismo que raya en el delirio patológico, llegan a aseverar que la guerra peruano-boliviana fue en realidad en contra de los intereses británicos representados por Chile, interpretación que, ajustada a esas teorías de las contradicciones económicas como motor de la historia, fue la favorita de los muchos períodos de predominio de tendencias izquierdistas y devotos del materialismo histórico que se vieron en esos países. Tal supuesta ayuda se habría notado particularmente durante esta primera etapa de la guerra. Sin embargo, a la hora de ofrecer pruebas concretas de estas acusaciones, generalmente se discurre entre los susodichos intereses capitalistas de los inversionistas ingleses socios de la compañía (que hemos analizado más arriba con gran detalle), omitiendo, por supuesto, que similares intereses había de parte de los franceses en el Perú, por los contratos con la firma franco-judía Augusto Dreyfus & Hermanos y los compromisos con la poderosa Banque Française, con quienes el Estado había contraído grandes deudas sobrehipotecando el guano, negocio que estaba ya en franca decadencia y agotamiento, lo que motivó las medidas peruanas de monopolización del salitre para salvar la crisis. De hecho, Dreyfus prestaría al Gobierno de Prado la extraordinaria suma de un millón de libras para que adquiriese armas de última generación en Europa, después del Combate Naval de Iquique. Una mención especial reciben los comentarios del Secretario de Estado norteamericano James G. Blaine, quien aludió en algún momento a la supuesta presencia inglesa detrás de los intereses de Chile. En una famosa nota del "Washington Post" de principios de 1882, declaraba:
Sin embargo, las afirmaciones del controvertido ministro yanqui han sido refutadas innumerables veces, entre otros por el cronista Robert C. Kennedy, quien escribe en un artículo dedicado al asunto del "Caso Baltimore":
Blaine no sólo fue importante en el nacimiento del mito de los intereses británicos sobre las espaldas de Chile, sino que participó activamente del intento de intervención organizada de las potencias extranjeras, a partir de 1880. Peor resulta el momento de tener que demostrar que este interés se materializó en acciones concretas de parte de Gran Bretaña hacia Chile. Generalmente se discurre en los intereses de Londres sobre los escenarios de conflictos de la conflagración, acentuando la presencia de los inversionistas y capitalistas, como si existiera una sola guerra del siglo XIX donde el interés de los ingleses no se hubiese visto comprometido directa o indirectamente. Blaine llegó al absurdo de mencionar incluso hasta el origen "inglés" de las telas de los uniformes utilizados, cosa que, si fuera realmente revelante, significaría que casi todas las guerras contemporáneas son dirigidas desde China o Corea. Antes de interesarnos en negar o confirmar estas aseveraciones, cabe indicar que la sola presentación del origen inglés de los blindados chilenos como "pruebas" o "evidencias" de la intervención inglesa en favor de Chile se enfrenta a un contexto que permitiría similar acusación en contra del Perú. El caso del "Angamos" también lo hemos visto: fue una nave de transportes inglesa comprada como tal en octubre de 1879 y adaptada en territorio chileno para servir como buque de guerra. El caso del crucero "Esmeralda" es aún menos relevante: fue adquirido en 1881, cuando la campaña marítima había culminado, y llegó a Chile en 1884, cuando la guerra había cesado. ¿En qué se puede señalar la paja en el ojo ajeno cuando se señalan los buques de procedencia británica en Chile? El "Huáscar", por ejemplo, había sido armado en 1864 en los astilleros de Birkenhead, Inglaterra. Además, los dos blindados "ingleses" de Chile fueron comprados luego de una gestión del Almirante Enrique Simpson en Estados Unidos y luego en Inglaterra, iniciada con la Guerra contra España, entre 1865 y 1866. De cuatro que originalmente se deseaban, por presupuesto se decidió comprar sólo dos. Sin embargo, el Foreign Office exigió hacer respetar las normas de neutralidad internacional y no se inició su construcción hasta terminada toda señal del conflicto, cuando el 18 de febrero de 1868 el gobierno de Chile elevó al británico una nota respaldada por las autoridades de España, para reiniciar los trabajos de armado de los que serían los navíos de guerra "Cochrane" y "Blanco Encalada". Pero, como también dijimos, el Ministro Abdón Cifuentes logró convencer al gobierno chileno sólo hacia 1872 para concretar la compra y reiniciar su construcción en la Kingston-upon-Hull. Las fechas no son favorables a estas teorías revanchistas peruano-bolivianas, como se ve. Por otro lado, no existe ningún documento que acredite o confirme las conjeturas sobre el supuesto apoyo diplomático o militar inglés a Chile. Todo se basa en la especulación sobre el poderío y la atención que tenían los británicos sobre el continente, y que ciertamente tenían por entonces sobre la mayor parte del mundo. De hecho, las intervenciones inglesas y europeas en general iban orientadas en recuperar la paz atropellando incluso la voluntad chilena, dado que había intereses internacionales en toda la región continental que se veían negativamente comprometidos con la guerra. A pesar de los innegables intereses que comprometía para Gran Bretaña un conflicto como éste y su impacto en la economía internacional, a todos los actores internacionales les interesaba y les convenía la paz. Inclusive, la Corona Británica se ofreció como mediadora en el conflicto, el 19 de abril de 1879, oferta que Lima repudió al suponer que el supuesto interés comercial inglés influiría sobre el arbitraje. Escrúpulos que, sin embargo, Lima no tuvo a la hora de ofrecer a Chile una mediación ocultando su condición de parte aliada de Bolivia, durante la misión Lavalle, como hemos visto. Tampoco aportan en la dirección de los teóricos de la conspiración inglesa las afirmaciones de historiadores izquierdistas chilenos como Salazar, quien, con un poco más de mesura y documentación que sus pares peruanos y bolivianos, intenta demostrar la participación británica asiéndose de la actuación de varias empresas propietadas por inversionistas y comerciantes de este origen y constituidas principalmente en Valparaíso, que habrían colaborado "secretamente" con la provisión de enseres para los soldados chilenos que partieron al norte. Esta visión resulta inconducente, pues es perfectamente sabido que en estados de guerra todas las manufacturas y casas comerciales establecidas en un país que pudieran proveer las necesidades y pertrechos para las fuerzas militares se veían en la obligación y la necesidad de someterse al interés del Estado, por lo que los requerimientos afectaron a las firmas sin distinción del origen de los capitales con que fueron constituidas en Chile. Otro punto donde fluye el mito de la "ayuda inglesa" a Chile, deriva de una petición hecha por el gobierno de Bolivia al Foreign Office para que no llegasen a producirse envíos de armamentos desde New York o Londres a Valparaíso, vía Glasgow, el 23 de abril de 1879. Esto se debía a que la mayor parte del comercio y el tráfico marítimo en Sudamérica estaba en control de vapores de origen británico, y no a que los ingleses en particular tuvieran alguna clase de planes de abastecer a Chile con sus navíos. Sin embargo, Bolivia carecía de un cuerpo de marinos y oficiales constituidos o capacitados para el propósito de detener cualquier potencial intento de todo buque neutral de proveer de armamentos a Chile. Según lo admiten autores como la antes mencionada Directora del Departamento de Geografía del Goldsmith's College de Londres y gran defensora de Bolivia, doña J. Valerie Fifer, Daza pretendió solucionar esta carencia contratando corsarios con naves y tripulación propios, facultados con patentes del Estado boliviano para ejercer labores de gendarmería sobre el tráfico marítimo ("Bolivia: Land, Location, and Politics since 1825", Cambridge, 1972). Es muy probable que estos planes para contratar mercenarios nunca hubiesen tenido éxito ante la carencia fundamental de administración marina propia y la bajísima calidad moral del personal que pretendía tomar, pero la prepotente propuesta de Daza desató el enojo del Almirantazgo Británico, quien se expresó sobre esta medida como un acto de "piratería organizada y legalizada" que no iba a aceptar bajo ninguna excusa, según carta de W. H. Smith a Lord Salisbury del 9 de junio de 1879, hecha en reacción a la petición boliviana formulada al Foreign Office. Además, los ingleses ya tenían el registro de la amarga experiencia derivada de las tropelías que el peruano Piérola cometió a bordo del "Huáscar", en mayo de 1877, y que no estaban dispuestos a favorecer un nuevo escenario tal. Seguidamente, el día 14 se instruyeron órdenes al Comandante en Jefe de las Fuerzas Navales Británicas en el Pacífico para prevenir y responder a cualquier amenaza de secuestro o abordaje a los buques ingleses por parte de los aliados. Fue ésta la razón que, a la larga, amedrentó a la Alianza en su interés de hacer presencia inspectora en el océano a través de terceros, y no alguna otra causa relacionada con sus excesos de suspicacias. A pesar de todo, peruanos y bolivianos insistieron por largo tiempo en presentar estos acontecimientos como un apoyo naval de Inglaterra a Chile. Lo cierto es que esta asistencia nunca fue tal y, de hecho, la Pacific Steam Navigation Company, con 46 vapores que prácticamente habían monopolizado la actividad de la marina comercial en la región, aseguró acatar estrictamente la neutralidad y jamás transportó tropas chilenas a territorio peruano, boliviano o en discusión. De hecho, hubo algunos capitanes ingleses que, desobedeciendo la política neutral de la compañía, ayudaron secretamente a los aliados, según veremos más abajo. Afortunadamente, en tanto, Chile pudo disponer de las naves de la Compañía Sudamericana de Vapores para sus menesteres. Un episodio recurrido por los predicadores del mito de la "ayuda inglesa" en el mar, es una compra chilena de armas efectuada en plena guerra a Londres. A pesar de que Alberto Blest Gana también gestionó estas adquisiciones en París -sabiéndose que Francia apoyaba a los aliados-, habitualmente sólo se menciona el caso de las armas inglesas. Inclusive, el primer vapor cargado con armas fue el "Zena", y no era inglés, sino alemán, llegando con su preciosa carga el 15 de junio 1879. El buque inglés "Glenelg" llegó el 1º de agosto, que Perú intentó interceptar en Magallanes con la "Unión", sin éxito. Le siguieron naves como el "Genovese" y más tarde los vapores "Maranchnense" y "Cartte Hylde", con armas provenientes desde los Amberes. Otro hecho que los publicistas peruanos y bolivianos se resisten tercamente a recordar cuando diatriban sobre la supuesta ayuda de los navíos británicos a Chile, es la presencia de varios capitanes de la citada compañía inglesa Pacific Sream Navigation Company que, como dijimos, actuaron como declarados enemigos de Chile, haciendo las veces de informantes de los aliados, ya sea proporcionándoles periódicos impresos en Chile a las autoridades de puesto peruanas o hasta trasladando prisioneros chilenos capturados en el mar. Tal fue el caso de los capitanes Petrie, Steadman, Naoden y Gross. En la captura del "Rímac", por ejemplo, el capitán alemán de la nave, Pedro Latrup, quien intencionalmente había sido omitido de la lista de pasajeros, logró ser rescatado por un hábil teniente al mando del Capitán Montt, comandante de la corbeta "O'Higgins", desde donde descendió un bote con la bandera chilena puesta disimuladamente en el piso. El navío que transportaba al respetado prisionero tenía bandera inglesa pero, al pasar la tripulación y el prisionero por la pequeña embarcación chilena antes de ser bajado, el teniente les hizo notar a todos que estaban sobre soberanía chilena, mostrando la bandera en el piso, procediendo a tomar para sí al anciano Latrup. El comandante inglés que llevaba al prisionero reiteró que su barco esta bajo jurisdicción de la bandera británica y quiso mostrarse amenazante ante los chilenos que rescataron al anciano capitán, pero no logró disuadirlos. Estos hechos demuestran indesmentiblemente que, lejos de ayudar a los chilenos con alguna cuota de participación de los vapores mercantes ingleses del pacífico, esta compañía inglesa tenía entre sus capitales elementos que tomaron partido y se comprometieron directamente con las acciones aliadas. Cabe indicar que esta supuesta vinculación chileno-británica en los mares no es señalada sólo en la pretendida asistencia de la marina comercial inglesa, sino también en nexos que se indican con audacia sobre la propia marina de guerra. El caso más recurrido por los historiadores peruanos y bolivianos es la participación del Contralmirante Patricio Lynch en las fuerzas británicas durante la Guerra del Opio contra China, durante su juventud. Se intenta esbozar, así, una mancomunidad de intereses militares a través de estos detalles. Sin embargo, los mismos autores esconden el hecho de que uno de sus más activos marinos en la Alianza, el Capitán Juan Guillermo More, que capitaneó la "Independencia" en el Combate de Punta Gruesa y luego ofrendó su vida por el Perú en el Morro de Arica, había sido Guardiamarina de la Real Armada Británica a partir de 1854.
Las acciones oscuras, contrataciones mercenarias y tráficos a veces al borde del contrabando, no fueron escasos durante la guerra. Aunque algunos han intentado imputar a Chile la obtención de armamentos en plena guerra por métodos ilegales, es un hecho demostrado que el Perú también se abasteció y con creces durante el conflicto, con armamentos traídos especialmente desde Europa y Estados Unidos a través de Panamá, pues contaba con la facilidad extra de disponer del cómodo apoyo de los gobiernos de aquellos países, a veces con rasgos de complicidad, que le abrieron prácticamente sin costos ni compromisos la comunicación entre ambos océanos. Los aliados contaban con la simpatía de casi todo el resto de América, salvo por países como el Brasil. Esto, porque en la causa Perú-Boliviana se creyeron ver representados a los principios del americanismo. Hemos visto que Costa Rica, solidarizando con los aliados, les proporcionó a precios irrisorios más de 5.500 fusiles con municiones. Pero de todas estas provisiones, vale destacar la colosal carga norteamericana llevada al Callao por el transporte peruano "Chalaco", el 26 de junio de 1879, consistente en miles de rifles, metralletas, municiones, proyectiles antiblindajes, etc. Sólo en fusiles Remington, la carga del "Chalaco" llegaba fácilmente a las 10 mil unidades. Al mes siguiente, la misma nave regresó con 5 mil rifles más y un torpedista estadounidense para impartir funciones de mantención y artillería. Ya tendremos tiempo de revisar cuál fue la posición de los Estados Unidos al comenzar el conflicto. Al finalizar julio de 1879, producto de estas generosas ventas, los Aliados habían reunido como nuevo material cerca de 20 mil rifles, 2 botes torpederos, 6 cañones Krupp de 6 cms., 2 ametralladoras y 3 millones de vainas de cartuchos para fusil. Nótese que las descargas de armas continuaron por varios meses más, empezando por el mismo agosto siguiente, cuando la "Limeña" dejó en tierra otros 12 mil bultos en armas cuyas especificaciones lamentablemente desconocemos. Sin embargo, la "generosidad" pro-aliada no provenía sólo del suelo americano: ya hemos comentado que los casquillos de las municiones utilizadas por la temible ametralladora francesa Claxton usada por los peruanos en Morro Solar, pertenecientes a la valiosa colección privada del distinguido investigador histórico chileno Marcelo Villalba Solanas, llevan claramente el sello de fabricación francesa, demostrando su procedencia desde el país franco en plena guerra y contra las normas internacionales que exige la neutralidad. Ya comenzada la guerra, tras la pérdida de la "Independencia" en Punta Gruesa, el Presidente Prado se había empeñado en reforzar su material, adquiriendo miles de torpedos norteamericanos y contratando una gran cantidad de torpedistas e ingenieros ingleses y norteamericanos con la intención de atacar a los chilenos en Antofagasta, plan que culminó en desastre para su país con la captura del "Huáscar" en el Combate de Angamos, pues el nuevo equipo no pudo converger técnica y eficazmente afectado, entre otras cosas, por las diferencias de idioma y de experiencia. De todos modos, por Panamá se continuó enviando armas al Perú largo tiempo, incluso después de ya destruida su Marina de Guerra. Hay otros documentos que arrojan detalles que llegan a ser realmente sabrosos sobre la falta de fundamentos de esta extendida leyenda negra de la ayuda de grandes potencias extranjeras a Chile, en los que son los propios aliados los que aparecen recibiendo ayuda técnica y asistencia estratégica por parte de elementos británicos, por ejemplo. Así lo testimonia el citado Ministro de la legación alemana, Gülich, cuando escribe a la cancillería berlinesa el 5 de agosto de 1879:
Como se sabe, además, una gran cantidad de ingenieros y artilleros ingleses operaron al servicio del Perú en sus navíos de guerra, además de haber conseguido por la vía diplomática grandes acercamientos con Inglaterra y Francia a través de banqueros judío-europeos, con los que, ya en plena guerra, fraguaron un peligrosísimo plan que hubiese resultado en un verdadero y fatal complot contra Chile, afortunadamente saboteado por políticos temerarios como Blest Gana y sus agentes. Para suerte chilena, su buena estrella contaba entonces con talentosos y eficientes informantes, entre los que destacaban los hermanos Blest Gana y el profesor Abelardo Núñez. Hay otros que son definitivamente legendarios, surgidos de la imaginación de Jorge Inostrosa en "Adiós al Séptimo de Línea" pero que con frecuencia son creídos reales por la calidez de su prosa.
Ya hemos estudiado la influencia del relato cultivado por historiadores, principalmente marxistas o americanistas, para proponer teorías conspirativas internacionales como causantes de la guerra, en donde toda la desidia y la falta de cultura política de los pueblos beligerantes es explicada expiatoriamente como el resultado de meros intereses imperialistas económicos operando en conjuros sobre el territorio de naciones hermanas y armando a una o más de las partes para desatar la conflagración, mientras se sienta a esperar el cese de fuegos para ir a buscar los tesoros abandonados en el campo de batalla. Por el mismo sentido con que se acusa creativamente a Inglaterra de las responsabilidades de la guerra y particularmente a Chile por haberla provocado, según el relato de los ex aliados y sus simpatizantes, ronda también el mito de que los Estados Unidos habrían tenido algún grado de participación decisiva en las causas de la guerra, leyenda que -como podrá suponerse a estas alturas- también forma parte del abecedario favorito de esos mismos autores marxistas y americanistas. Sin embargo, y como suele suceder siempre en los trabajos de este tipo, las contradicciones y las insustancialidades rondan los pasajes del texto como los cuervos en el maizal, al punto de que ni siquiera se llega a una conclusión concreta de cuál fue el papel específica de los Estados Unidos en dicho enredo, además de que el país yanqui aparece simultáneamente defendiendo a Bolivia y siendo cómplice de Chile en esos mismos relatos, poniendo en tela de juicio la veracidad y la certeza de las teorías sobre la influencia del capitalismo imperialista y demostrando lo rebuscado de sus argumentos. Un caso interesante de estudio lo reviste el artículo "Los Estados Unidos y la Guerra del Pacífico: una intervención que no llegó a efectuarse", publicado por el historiador y periodista comunista de origen ruso Vladimir Smolenski y que puede observarse en las páginas 96 a 120 del "Boletín de la Academia Chilena de la Historia" Nº 78, correspondiente a primer semestre de 1968. Su trabajo resume todos y cada uno de los mitos fundacionales de la supuesta intervención yanqui en las causas de la guerra. Nos importa, además, por haber sido respondido y desacreditado por conocido el profesor California State University, Dr. William F. Sater en el artículo titulado "La intervención norteamericana durante la Guerra del Pacífico: refutaciones a Vladimir Smolenski", publicada en "Boletín de la Academia Chilena de la Historia" Nº 83-84 (1970, pág. 185 a 206). Como todos los historiadores, escritores y periodistas que propagan esta caricatura, Smolenski no se tomó la molestia de demostrar sus afirmaciones. Por el contrario, Sater detecta y le enrostra manipulaciones deshonestas de las citas y documentos con los que el autor pretende afirmar un planteamiento que, a pesar de esto, sigue siendo recitado tal cual y con notable frecuencia entre los escritores proclives usar el mismo filtro de pensamiento que Smolenski y sus símiles, a la hora de abordar las materias de la Guerra del Pacífico. Parece ser algo menor para ellos, además, que el Perú también se haya reforzado con armamento norteamericano en este período, como hemos visto, pero que esto no comprometa al país incásico en alguna comunidad de intereses con Washington, como sí se pretende aseverar con respecto a Santiago y Londres. Un caso recurrido por el aludido autor y muy repetido hasta nuestros días supone que Estados Unidos le habría garantizado a Bolivia su "integridad territorial" frente a Chile en caso de conflicto, cosa que no cumplió. Para sostener esta infantil idea, se recurre a una nota enviada a Washington hacia 1872 (ojo: siete años antes de la guerra, por eso algunos autores la citan sin fecha) por el Ministro de los Estados Unidos en La Paz, Leopold Markbreit, presentada de la siguiente manera por Smolenski y sus émulos:
Sin embargo, Sater increpa a Smolenski por no colocar el resto del párrafo completo, que continúa así (los destacados son nuestros):
Las aprehensiones de Markbreit derivaban fundamentalmente de su temor por las consecuencias de que Bolivia se resistiera a respetar el Tratado de 1866 y se negara a someter el mineral de plata de Caracoles al régimen de condominio, como efectivamente ocurrió. Recordemos que inversionistas yanquis como Meiggs tenían intereses lucrativos en que se mantuviese la paz de la región, condición favorable a la tranquilidad de las actividades guaneras y salitreras. A pesar de esto y de la demostración de Sater sobre la falta de sustento de las visiones oníricas sobres la intervención del representante yanqui, el boliviano Jorge Gumucio Granier escribe muy compungido en su obra "Estados Unidos y el Mar Boliviano: Testimonios para la Historia" de 1985:
Otra leyenda difundida por el izquierdismo y sus ecos historiográficos, acusa a los Estados Unidos de no haber procurado mediar en favor de la paz cuando ya era visible que los pueblos de la región marchaban hacia la guerra. Esto es falso, pues Washington había ofrecido su ayuda en una mediación propuesta por Colombia, y que los Ministros de Estados Unidos en los tres países sudamericanos persistieron incluso cuando ya había comenzado la guerra, pero fracasaron en todos los casos pues las propuestas de arbitraje exigían la restauración del statu quo anterior al momento de la guerra, situación abusiva e inaceptable para los derechos territoriales chilenos. Parte de estas gestiones aparecen relatadas en la obra "Tacna and Arica" de William Jefferson Denis (Universidad de Yale, 1931). A pesar de estos lapidarios antecedentes contra el mito de la responsabilidad norteamericana en las causa de la Guerra del Pacífico, la leyenda negra también se ha incorporado al discurso de entreguistas chilenos y revanchistas peruano-bolivianos con acceso a las letras, generalmente alejados de los más básicos métodos de investigación histórica y asiduos a glorificar toda clase de charlatanerías o supercherías sin respaldo documental. Demás está recordar que, lejos de beneficiar a Chile, los Estados Unidos en algún momento incluso se acoplaron al odioso intento de intervención internacional contra Chile dirigido por capitalistas de la banca francesa, hacia 1880. Al comenzar el conflicto, las relaciones entre Chile y los Estados Unidos estaban severamente dañadas cuando menos desde 1855, luego de que el Gobierno de Chile denunciara a Washington ante la comunidad latinoamericana por su interés en apoderarse de las guaneras del Ecuador, por lo que sólo ilusoriamente podría haberse pensado en alguna clase de predisposición norteamericana en favor de Chile al comenzar la crisis del Pacífico y estallar la guerra. | |||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||