| DESPUÉS
DE LA CAÍDA DE LIMA, SE ORGANIZÓ EN LAS SERRANÍAS DEL PERÚ UNA GUERRILLA
IRREGULAR DENOMINADA "MONTONERAS", QUE TENÍAN POR OBJETIVO IMPEDIR
QUE UN GOBIERNO CENTRAL PERUANO FIRMARA ALGÚN ACUERDO DE PAZ CON LOS CHILENOS.
INTEGRADAS POR ELEMENTOS MILITARES E INDÍGENAS, LAS "MONTONERAS"
RETRASARON INÚTIL E INNECESARIAMENTE EL FINAL DE LA GUERRA, CUBRIENDO
CON UN BAÑO DE SANGRE DE AMBOS BANDOS LAS MONTAÑAS PERUANAS
EN UN PERÍODO QUE VERÍA OTRA DE LAS MÁS GRANDES EPOPEYAS DE HISTORIA DE
CHILE, CON EL HEROÍSMO DE LOS 77 MUCHACHOS AL MANDO DE IGNACIO CARRERA
PINTO EN EL PUEBLO DE LA CONCEPCIÓN, DURANTE LA GESTA INMORTAL DEL 9 Y
10 DE JULIO DE 1882
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Poco antes de morir, el Ministro Rafael Sotomayor había escrito desde Pisagua a la Comandancia en Jefe del Ejército, fechada el 28 de enero de 1880:
No se equivocaba el ilustre ministro en sus pronósticos. En diciembre de 1881, el Presidente rebelde del Perú, Nicolás de Piérola, no soportó más las presiones políticas y decidió partir a Europa saliendo de su escondite en las serranías peruanas, procurando no interferir más en el destino del país ni en las acciones del General Andrés Avelino Cáceres quien, a partir de enero de 1882, comenzaba su mayor ofensiva a cambio de ser designado vicepresidente del gobierno insurgente y al mando de todas las montoneras que se habían organizado al interior del Perú, integradas por indígenas y guerrilleros. Como se recordará, a la sazón Lima estaba ocupada por los chilenos desde principios del año anterior, los que intentaban negociar una rendición peruana que parecía imposible estando acéfalo un mando central. Contrariamente a lo que muchos apostaron en Chile durante el año anterior, las fuerzas rebeldes peruanas, en lugar de disolverse ante la falta de preparación y de pertrechos, se había ido solidificando y aumentando sus filas. Una enorme cantidad de montoneros se encontraban en Cajamarca al mando de Montero; también en Chosica, a escasa distancia de Lima y donde se hallaba acuartelado Cáceres, quien merodeaba aún alrededor de la capital, ahora con varios miles de hombres. Un tercer grupo había continuado creciendo en Arequipa, bajo la voluntad de Latorre. Si los tres ejércitos no eran peligro para Chile mientras no lograran cubrir las distancias y las separaciones entre sí, intentando recuperar Lima, el peligro amenazaba seriamente toda posibilidad de paz a corto plazo. Lamentablemente, el Presidente Domingo Santa María había creído con candidez que la vía de solución a estos focos de eventual guerrilla iban a perfilarse hacia un tratado de paz, cuando en realidad las negociaciones sólo extendieron innecesariamente la caída peruana, recordándole a los chilenos lo peligroso que resulta un león herido, por otros largos dos años más de conflicto. Para cuando comenzó el año de 1882, el mismo 1º de enero, Patricio Lynch salió con su expedición hacia la Sierra, decidido a frenar a Cáceres y a los cerca de 3 mil hombres que le acompañaban en aquel momento. La idea del jefe militar era rodear al llamado "Brujo de los Andes" en Chosica, por una división del General Gana avanzando desde Lima hacia el poblado por la vía férrea e intentando alcanzarlo por su retaguardia. Lynch partiría con una segunda división hacia la Quebrada de Canta, más al Sur, haciéndole frente. Pero el escurridizo Cáceres se enteró de este movimiento y ordenó que retrocedieran hacia Tarma, más al interior, por lo que, cuando Gana llegó al poblado de Chicla al oriente de Chosica, el día 8 de enero, sólo encontró algunos muertos y fogatas medio apagadas Decidió quedarse allí esperando a Lynch, que llegó el día 14, luego de una dificultosa travesía por el duro paisaje serrano. Había costado tanto llegar a Chicla que ambos uniformados coincidieron en el peligro de seguir adelante con tan peligrosa aventura, en aquella época del año de lluvia y deshielos, y retornaron a Lima con sus cerca de 2.500 hombres. Allá, Lynch telegrafió informando de la situación al Gobierno, pero sus razones no fueron comprendidas y a la expedición se le obligó a regresar el mando de Gana. Las montoneras les esperaban atentas. Justo en esos días, entre el 16 y 20 de enero, se apagaba la última luz de esperanza de entre quienes esperaban la intervención extranjera, luego de realizarse en Viña del Mar reuniones entre los representantes chilenos y la misión norteamericana de Frelinghuysen. El mismo día en que terminaban las reuniones -que mejoraron sustancialmente la relación con los Estados Unidos- Santa María autorizó a Eusebio Lillo para llegar a un acuerdo con Baptista, que permitiera la paz con Bolivia y mantener Antofagasta en territorio chileno, contemplando la posibilidad de cesión de Tacna y Arica al Altiplano. Pero la proliferación de las montoneras y la persistencia de fuerzas de respuesta harían de estos intentos de acuerdo meros dibujos sobre el agua, lo que explica la desesperación del gobierno por acabar con la guerra. La expedición de Gana tropezó de inmediato con todas las dificultades que Lynch había anunciado, en esas alturas hostiles superiores a los 3 mil metros sobre el nivel del mar. Siguiendo la penosa ruta anterior hasta Chicla, continuó avanzando al Este hasta la Oroya y el Valle de Junín, llegando a Tarma el 25 de enero. Allí se detuvo por unos días. El 1º de febrero, el comandante del 2º de Línea, Coronel Estanislao del Canto, asumió el mando de los 2.300 hombres y ordenó dividir la fuerza en dos grupos para avanzar hacia Cáceres, que se encontraba muy cerca de allí. Sin embargo, la enorme astucia de los líderes montoneros se hizo clara a poco andar después de ese día, cuando 12 hombres del Coronel Robles murieron luego de que el puente que atravesaban sobre el río Huaripampas, cerca de Jauja, cedió precipitando al vacío a los cuarenta chilenos que por él pasaban. Los peruanos habían limado hábilmente los cables del puente, que se cortaron por el peso de las tropas. En tanto, un poco más al Sur, Cáceres había abandonado el pueblo de La Concepción rumbo a Huancayo, con los chilenos casi sobre su nuca. Advirtiendo que avanzaban cerca de los montoneros, los hombres de Del Canto aceleraron marcha y pasaron rápidamente por La Concepción, encontrándose con la retaguardia de Cáceres el día 5 de febrero en Pucará, desatándose una nueva batalla. Cáceres ordenó la retirada y se perdió como un fantasma con sus soldados rumbo a la llamada Garganta de Marcavalle, hasta donde fue imposible perseguirlos a caballo por los Carabineros de Yungay, al mando del Mayor Roberto Bell. Del Canto no tuvo más remedio que ordenar el regreso a Huancayo y enviar destacamentos para custodiar los alrededores. Se instalaron fuerzas fijas en Oroya y Junín y se recorrió parcialmente el territorio interior. Los saqueos y cuotas de guerra ordenados por Cáceres en los pueblitos del interior, además de las tropelías de otras montoneras, habían dejado a los caseríos en incapacidad de servir de abastecimiento para los chilenos que, además de la falta de provisiones, debían comenzar a lidiar con los masivos contagios de tifus, viruela y estados febriles. Se alimentaban robando ovejas o granos y la sombra de las deserciones comenzó a amenazar la honorabilidad.
Paralelamente, el nuevo agente norteamericano William H. Trescott, ex cercano del Secretario de Estado Norteamericano Blaine, articulador del intento de intervención yanki de 1881, había llegado a Chile comenzando a manifestar un inesperado cambio en favor de Santiago, intentando mediar con el Perú una salida pacífica y recomendando a La Moneda adicionarse Taparacá y comprar Tacna y Arica. La muerte del plenipotenciario norteamericano Hurlbut de un infarto al miocardio en su propio baño, el 31 de marzo, no aportó mucho al éxito de la misión iniciada con su llegada al Callao dos días antes. Así, la ausencia de un gobierno central en el Perú y la esperanza de algunos en la guerra de las sierras fueron obstáculos insalvables para el enviado norteamericano. Montero, por su parte, se negaba a aceptar que la intervención yanki de 1881 ya había naufragado. Los problemas de los chilenos en la Sierra continuaron demostrando la dificultosa situación en aquel momento, absolutamente contraria a conseguir la rendición oficial del Perú. La lluvia, el hambre y las enfermedades estaban mermando la expedición y los combates se habían reiniciado en abril, cuando la Compañía Lautaro, en Ñahuenpuquio, fue atacada por casi 2 mil montoneros indígenas, siendo dispersados por los Carabineros de Yungay sólo después de dos horas de desigual batalla. Similares combates debieron enfrentar los hombres del Santiago y del Chacabuco en Acostambo, Vilca y Mercavalle, dos veces en esta última. Coincidían estos hechos con la salida de José Manuel Balmaceda desde la Cancillería, siendo relevado por Luis Aldunate Carrera el día 12 de abril de 1882. Como era de esperar, la deserciones comenzaron paulatina pero peligrosamente. Algunos desertores llegaron a esconderse incluso entre las tribus amazónicas, siendo perseguidos 12 de ellos por los Carabineros de Yungay al mando del Capitán José del Carmen Jiménez, hasta la frontera misma con el Brasil.
En un último intento, Lynch volvió a notificar al Gobierno su propósito de postergar la expedición dada la cantidad de dificultades reportadas, siendo nuevamente descartada. Pero, en vista de los hechos, una nueva insistencia sólo permitió que Del Canto volviese a Lima con el 2º de Línea, trayendo a los heridos y enfermos. En tanto, Cáceres había llegado a Ayacucho aumentando sus filas con un ejército regular, tras derrotar las fuerzas del pierolista Panizo, ocasión en la que se enteró del retiro chileno. De inmediato, decidió aplastar al contingente destacado en La Oroya, donde el camino pasaba por un alto puente que podría ser alcanzado por fuerzas despachadas desde Junín, ordenando además un ataque a los campamentos chilenos establecidos en Pucará y Marcavalle, para lo cual contaba con miles de montoneros. Con estos dos focos de combate, Cáceres dejaría caer el grueso de su ejército sobre el punto central donde se encontraba un puñado de chilenos: La Concepción. El 3 de julio salieron 600 soldados y guerrilleros indígenas camino a La Oroya. El puente estaba siendo custodiado por sólo 50 soldados del 3º de Línea, al mando del Teniente Francisco Meyer, acompañados de un pelotón de Caballería. Los peruanos llegaron al lugar durante la noche con la intención de cortar el paso. Se desató rápidamente un violento combate, en donde se jugaba la salvación de la expedición chilena en su repliegue a Lima. La lucha avanzó con la noche, y los chilenos resistieron con heroísmo notable, por más de una hora, hasta que, decididos a correr a las fuerzas peruanas de una vez por todas, Meyer ordenó una carga de bayonetas y los tercerinos se arrojaron aguerridamente contra las montoneras, con su teniente al frente. Cuando la tropa rompió las filas enemigas, entró en escena la caballería arremetiendo violentamente con el filo de sus sables. Una segunda embestida de las montoneras se arrojó contra los cerca de 25 soldados del 3º de Línea que sobrevivían, incendiando unas carretas con forrajes. La Caballería volvió a caer encima y los peruanos escaparon, esta vez sin regresar. Tras dos horas y fracción de combate, los chilenos habían logrado salvar el puente y volvían a ganar, venciendo también todas las posibilidades técnicas y numéricas.
Cuando aún no se sabía de estos combates entre los cerebros del comando de guerra, Del Canto reunió en Huancayo a los jefes de sus batallones, el día 6 de julio. La situación era crítica: casi no habían municiones, ni provisiones y se requería llevar lo antes posible a los heridos hasta Lima. Para ello, ordenaría desocupar los hospitales de Tarma y Junín, enviando una salida de casi 500 enfermos escoltados por Carabineros hacia Lima, el día 9 siguiente, para que fuesen atendidos. Muchos de ellos eran incapaces de moverse por sí mismos. La salida debía ser el 9, porque las provisiones sólo alcanzaban hasta ese día. No había posibilidad de atraso, por lo que debía esperarse la llegada de las tropas de Pucará y Marcavalle, pasando a buscar en el camino a la pequeña tropa del "Chacabuco", al mando del Teniente Ignacio Carrera Pinto, destacada en La Concepción. Precisamente allí, en La Concepción, la decisión de Cáceres había puesto el dedo para su máximo ataque, algo que todos los chilenos ignoraban en aquel momento. El "Brujo de los Andes", que culpaba al Coronel Tafur del fracaso peruano en La Oroya, continuó de todos modos con su plan y ordenó al Coronel Gastó unirse en Comas con el Comandante Ambrosio Salazar, para avanzar contra la posición chilena de La Concepción. Cáceres contaba con que la pequeña guarnición de Carrera Pinto se rendiría fácilmente ante la enorme superioridad de sus tropas, pudiendo continuar así, tranquilamente, para esperar la división gruesa que venía desde Huancayo, 25 kilómetros más al Sur, que era el objetivo principal de toda esta estrategia. Pero Cáceres no contaba con la calidad de hombres que le esperaban en La Concepción. Allí, 77 muchachos de la 4ª y 6ª Compañía del Chacabuco permanecían acuartelados en la parte trasera de una iglesia, al mando del joven Teniente Ignacio Carrera Pinto, con sólo 31 años, nieto del insigne prócer José Miguel Carrera y sobrino del ex mandatario Aníbal Pinto. Enrolado en el 7º de Línea, Esmeralda, había tenido una participación destacada en el Campo de la Alianza, donde había resultado herido. Ascendido a su actual cargo, había actuado también el Chorrillos y Miraflores. Le acompañaban otros guerreros no menos valiosos, como el Subtenientes Arturo Pérez Canto, de sólo 18 años, quien había abandonado sus estudios en el Liceo de Valparaíso para enrolarse voluntariamente en agosto de 1880, siguiendo los pasos de su hermano mayor Alberto Pérez, cirujano y héroe de la guerra. También se encontraba entre ellos el Subteniente Luis Cruz Martínez, de sólo 16 jóvenes años, que había sido estudiante del Liceo de Curicó hasta su decisión de partir a la guerra, siendo apodado cariñosamente como "Cabo Tachuela" por su pequeña estatura. Una gran cantidad de enfermos se encontraban dentro de la guarnición de La Concepción. Cerca de 11 de ellos padecían de tifus, entre los que se estaba el soldado Pedro González, del Batallón 1º Lautaro, además del veinteañero Subteniente de la 5ª Compañía Chacabuco, Julio Montt Salamanca, hijo de don Manuel Montt y hermano de César Montt, su hermano gemelo y también héroe de guerra. A estas 77 almas se sumaban 3 mujeres cantineras, compañeras o convivientes de algunos de los soldados. Una de ellas estaba acompañada de su hijito de 5 años y otra estaba en su últimos días de embarazo. Poco antes de comenzar la epopeya de ese lugar, la mañana del 9 de julio de 1882, cerca de 3 mil hombres avanzaron hacia el pueblo de Marcavalle, al mando de Cáceres. Los 300 chilenos que allí se aprestaban para salir a Huancayo fueron sorprendidos y lograron resistir gallardamente la ofensiva, luego de perder más de 20 de sus hombres, atrincherándose tras unos muros bajos. Las montoneras se retiraron, pero un emisario alcanzó a ser enviado al principio de la batalla para que avisara en Huancayo a Del Canto, que en ese momento se disponía a colocar a los enfermos en camillas para salir hacia La Concepción, esperando para ello la llegada de los hombres de Huancayo. Sin embargo, al llegar el jinete con el aviso del ataque montonero, Del Canto decidió enviar al Batallón Santiago y los Carabineros de Yungay para ayudarles, paralizando el avance hacia La Concepción, hasta que no se resolviera la situación de Huancayo. Precisamente en esos momentos, por desgracia, las fuerzas de Juan Gastó y Salazar se habían reunido, listas para salir hacia La Concepción. Sumaban más de 2 mil hombres, entre soldados regulares e indios montoneros. La mañana del 9 de julio fue tranquila en La Concepción. La mayor parte de sus habitantes habían salido del pueblo, lo que se interpretó como alguna necesidad religiosa, pues era domingo y el Sargento 1º Manuel Jesús Silva había visto una procesión saliendo de allí muy temprano ese día. Esta calma terminó, sin embargo, cerca de las dos de la tarde, cuando el ruido de corneta tocó la alerta: el pueblo estaba rodeado por los miles de hombres de la División Vanguardia, de Gastó, que merodeaban silenciosamente por las colinas y lomas. 500 militares efectivos y 1.500 indígenas montoneros la componían. Los montoneros comenzaron a bajar amenazantes, mientras los chilenos salían a ordenarse afuera, incluso los enfermos, liderados por el Subteniente Montt, a pesar de fiebre y su debilidad. Carrera Pinto comunicó de inmediato al grupo su decisión: si empezaba el combate, resistirían hasta que llegase Del Canto con el resto de los chilenos. Permanecieron así durante tensos instantes, mirándose en la distancia, hasta que de improviso, se acercó hacia la plaza del poblado un emisario de Gastó, portando bandera de parlamento. Traía una carta del propio coronel para ser entregada a Carrera Pinto. Allí, decíale con altruismo: "Contando, como Usted ve, con fuerzas muy superiores en número a las que Usted tiene bajo su mando y deseando evitar una lucha a todas luces imposible, intimo a Usted rendición incondicional de fuerzas, previniéndole que, en caso contrario, ellas serán tratadas con todo el rigor de la guerra. Dios le guarde a Usted..." El Teniente chileno solicitó al emisario que esperara y, consiguiendo una pluma, escribió en el mismo papel de la carta de Gastó su respuesta, pidiéndole al enviado que pidiera disculpas al Coronel peruano por el gesto de rayar la misma misiva al no tener más papel a mano. Antes de entregarla, la leyó en voz alta a sus hombres: "En la capital de Chile, y en uno de los principales paseos públicos, existe inmortalizada en el bronce la estatua del Prócer de nuestra Independencia, General don José Miguel Carrera, cuya misma sangre corre en mis venas; por cuya razón comprenderá Usted que ni como chileno ni como descendiente de aquél, deben intimidarme ni el número de sus tropas ni las amenazas del rigor. Dios le guarde a Usted..." El discreto emisario de Gastó, al oír las palabras de Carrera Pinto, no pudo evitar intervenir advirtiéndole de las consecuencias de su decisión. Pero el comandante se mantuvo firme y le pidió que se retiraran en 5 minutos o empezaría en conflicto. El emisario partió de vuelta lamentándose por el destino de los chilenos, mientras ellos comenzaron a celebrar, motivados más por el patriotismo que por algún optimismo, a esas alturas completamente ajeno a la realidad. Acto seguido, se repartieron en 4 grupos tomando posiciones en los vértices de la plaza central, mientras los montoneros comenzaban a bajar hacia el lugar mostrando sus armas y emitiendo aullidos guturales, manifestaciones que se habían vuelto comunes en estas guerrillas indígenas. Cuando habían avanzado lo suficiente, los chilenos comenzaron a abrir fuego sobre la masa peruana, liquidando a varios de ellos y haciéndolos retroceder, pero sólo por momentos, pues tan pronto se reagrupaban, emprendían la nueva embestida contra los muchachos. Carrera Pinto ordenó, entonces, que cuatro de sus hombres al mando del Sargento 2º Clodomiro Rosas, se parapetaran en el patio de una de las viviendas para disparar protegiendo la posición trasera chilena ante el avance de los peruanos por la retaguardia. Dos horas se mantuvieron en ese sangriento juego, hasta que la situación fue aprovechada por fusileros peruanos que, con gran agilidad, treparon por los techos de las casas y comenzaron a disparar contra los chilenos, causando grandes bajas, lo que obligó a un desesperado repliegue hacia el cuartel. Una vez adentro, las cantineras y el niño fueron enviados a la cocina y los fusileros comenzaron a disparar por las ventanas. Comprendiendo que encerrados no tenían posibilidad, Carrera Pinto pidió voluntarios para que intentaran abrirse camino entre los montoneros para salir tras refuerzos. Escogió al Sargento Silva y a otros dos soldados. A la orden, se lanzaron ferozmente hacia afuera mientras Carrera Pinto, sable en mano, les habría camino con las bayonetas de sus hombres atrás y los disparos desde el cuartel dirigidos por Montt. Sin embargo, un par de disparos rompieron la articulación del hombro izquierdo de Carrera Pinto arrojándolo al suelo, salvándose apenas de morir destrozado por las lanzas y los machetes gracias a sus hombres, que lo arrastraron como pudieron de vuelta. Lamentablemente, su angustioso regreso sólo lo concretó con la mitad de los hombres. El resto, incluidos los tres voluntarios, terminaron espantosamente masacrados por la turba indígena, con sus cuerpos destrozados y las partes de sus cuerpos repartidas como trofeos de guerra. Luego de esta carnicería, un breve lapso de silencio se apoderó de La Concepción y las montoneras se retiraron momentáneamente, como si cedieran paso a la noche. La pequeña bandera chilena, después de todo, seguía flameando en lo alto del asta del cuartel.
En el encierro, la presión de la angustia fue casi tan sofocante como la presión del combate. En horas del anochecer, la cantinera embarazada dio luz a su hijo, haciendo más afligida la terrible situación de los soldados. Carrera Pinto sabía de la brutalidad de las montoneras y acababa de comprobarla. Haber intentado entregar a las mujeres y los niños para salvar sus vidas, hubiese sido un verdadero sacrificio de sangre. Cuando ya no había luz natural, los peruanos volvieron a arrojarse contra el cuartel. Aunque las municiones estaban al borde de acabarse, los chilenos resistieron como pudieron el embate. Indignados con la capacidad de respuesta, Salazar ordenó prender fuego desde la iglesia contigua al cuartel, al tiempo que arrojaban fardos de paja contra el techo de la construcción donde se refugiaban, con la intención de que el fuego la tomara. El infierno avanzó con rapidez maldita. Carrera Pinto, con el brazo vendado, comprendió que la batalla estaba llegando a su fin. No se conocen con precisión los momentos finales de estos chilenos dentro del cuartel, por no haber sobrevivido testigos, pero en algún instante decidieron salir, al parecer intentando refugiarse en la casa vecina, para lo cual debían arrastrar como fuese a los heridos, las mujeres y los niños. De improviso, un puntapié abrió la puerta desde dentro. Los chilenos salieron disparando sus últimas cargas y cortando el aire con las bayonetas, iluminados por el fulgor del fuego. Varios cayeron fulminados, entre ellos, el Teniente Ignacio Carrera, cuya alma pasó a alojar directamente en la memoria histórica de Chile, al igual que su abuelo. Un disparo a su pecho lo ultimó rápidamente. Por increíble ironía del destino, Carrera Pinto había sido ascendido desde hacía un mes a Capitán por su destacado servicio, noticia de la que no alcanzó a enterarse. La fuerza del choque chileno tuvo tanta ferocidad, sin embargo, que la montonera se dispersó aterrada, mientras el techo del cuartel se desplomaba ruidosamente al suelo poco después de que lo abandonaran. Quedaban menos de 20 hombres al mando de Montt, seguido de Pérez Canto y Cruz Martínez. La madrugada del día 10 de julio los alcanzó en medio de una la última embestida peruana. Parecía increíble que hubiesen resistido por tantas horas, extendiendo el combate por tanto rato y aún presentando resistencia. Montt cayó, seguido de Pérez Canto, en las altas horas de la noche. Cuando comenzaba a salir el sol, aún quedaba un pequeño grupo de 4 soldados al mando de Cruz Martínez, alrededor de las cantineras y los niños, resistiendo heroicamente en un rincón de los muros frente a la plaza. En un último intento por salvarlos, y también conciente de lo incontrolable de la indiada enfurecida, el Coronel Gastó asomó por un balcón llamando a los chilenos a rendirse y salvar sus vidas. Pero le pequeño gigante de Cruz Martínez, respondió dando un rugido que también se ha cristalizado en el alma guerrera de Chile: "¡Los chilenos no se rinden nunca!". Al grito de carga, los cinco valientes se lanzaron, pereciendo destrozados por la masa de montoneros. Gastó intentó salvar a las mujeres y a los niños, pero todo fue en vano. Terminaron ultrajadas y destrozadas, y los niños atravesados en picas, incluyendo el pequeño neonato. La orgía de sangre prosiguió con el destrozo de los cadáveres a golpes de machetes. Piernas, manos, cabezas, botas, quepis, bayonetas; todo fue repartido como trofeos de guerra en una de las salvajadas más brutales que se vieron durante toda la Guerra del Pacífico. Los indios se retiraron alzando los cuerpos y las partes desmembradas. Gastó, sobrecogido, abandonó el lugar con sus soldados. Terminaba así, a las 10 de la mañana, otra de las más grandes epopeyas de la historia de Chile, en la que la bandera, nuevamente, no había sido rendida al enemigo. Cuando aún era mañana ese 10 de julio, poco después de terminado el combate, las fuerzas del Coronel Del Canto pudieron partir de Huancayo, llegando cerca del mediodía. Tan dantesco fue el espectáculo que encontraron que, incluso ellos, hombres de armas acostumbrados a la violencia y a mirar de frente a la muerte, sucumbieron de impresión y varios rompieron su serenidad. Por toda la plaza yacían repartidos los cuerpos, algunos miembros amputados y órganos internos, en un cuadro de horror escalofriante. Hasta rastros de canibalismo y necrofilia había en el lugar, según lo testimonian las notas de la época. Se envió rápidamente una tropa de caballería al mando del Comandante Alcérreca. Avanzando por el cerro, divisaron una montonera peruana que aún llevaba parte de los "trofeos" consigo y celebraba en San Lorenzo. Arremetió contra ellos una fiera carga de sables, cuando muchos de los mismos se encontraban celebrando aún la masacre. Tras este ataque, la montonera se dispersó y escapó despavorida ante la furia demostrada por los chilenos, deseosos de vengar la matanza. Al día siguiente, intentaron reunir los cuerpos. Los cadáveres que encontraron fueron sepultados en una zanja, atrás de la iglesia, el día 11. Los cadáveres de las cantineras y los infantes también fueron colocados allí. Como el cirujano Justo Pastor Merino, sencillamente, no pudo reconstruir los cuerpos destrozados de los cuatro oficiales, Del Canto decidió sacar sólo los corazones para traerlos simbólicamente en alcohol de vuelta a Chile, dejando los demás restos en la fosa. Hoy, esos corazones reposan en el altar de la Catedral de Santiago. Los chilenos recogieron la bandera no rendida de Chile. Milagrosamente, quedó olvidada en el campo de batalla. Para evitar nuevos saqueos de cuerpos, prendieron fuego a la iglesia con la intención de que se derrumbarse sobre la fosa, y se marcharon cuando ésta aún estaba en llamas. Se despedían así de estos 77 valientes:
Por años, en el Perú se supo respetar y narrar con alturas el episodio de los chilenos muertos en La Concepción, algo nada extraño de un país que también ostenta una larga tradición guerrera. Sin embargo, azuzados por entreguistas, por "americanistas" y también por oscuros traidores chilenos, en tiempos más bien recientes han comenzado a aparecer versiones virulentas y tendenciosas sobre los hechos, muy parecidas en su intención y falta de moral a las que se han observado en las ridiculizaciones del sacrificio de Prat y sus hombres en la "Esmeralda", destinadas evidentemente a emporcar algunos de los hitos más representativos de las Fuerzas Armadas de Chile. Ciertos personajes, desprendidos de los más mínimos requerimientos de investigación y documentación histórica, estuvieron buscando algún resquicio para poder violentar el episodio de los 77 mártires de La Concepción, incluso en importantes medios de comunicación. Como no encontraban ninguna grieta que permitiera hundir su palanca para echar por tierra el valor y la entrega de los chilenos, arremetían contra los abusos atribuidos a la expedición de Letelier como generador de los odios vistos por las indiadas en aquella masacre, o bien demonizando a Del Canto al presentar a los montoneros pasados por armas de la caballería de Alcérreca como campesinos y aldeanos inocentes de La Concepción, que fueron asesinados selectivamente por los chilenos en venganza. Sin embargo, en algún momento habrían de descubrir con gusto que el Altar de los Héroes, en la Catedral de Santiago, tiene escritos los nombres de 76 de los inmolados en lugar de los 77 que cayeron en La Concepción. Esto permitió dar rienda suelta a los fantasiosos que creyeron encontrar en esta omisión un pie de apoyo a un nuevo y delirante disparate: que uno de los chilenos "se rindió a los peruanos", que fue salvado por Gastó dada su juventud y que la historia de los 77 muertos sería, por lo tanto, una vulgar patraña de los historiadores chilenos. Fue la única conclusión denostadora hacia el heroísmo chileno que lograron proponer con tan precario dato de orden numérico. Esta hipótesis (si es que se le puede llamar así a tamaña especulación) estaría reforzada por la presencia de un tal Buenaventura Arenaza entre ciertos autores peruanos: un supuesto soldado chileno que se habría entregado a Gastó al final del combate, según alegaba hace un tiempo un medio de prensa boliviano. Este curioso último planteamiento parece tener su origen en una confusión -deliberada o no- sobre un relato del periódico peruano "Eco de Junín", de la edición del 26 de agosto de 1882, referido precisamente a los acontecimientos que habían tenido lugar el 10 de julio anterior. Dice este diario, entre otros siniestros detalles realmente perturbadores sobre lo ocurrido con chilenos caídos en La Concepción, que los hombres de Cáceres llevaron los restos humanos tomados como "trofeos" para repartirlos alegremente entre los aldeanos de Ocatambo. Sin embargo, en otra parte del periódico, se asegura que un jefe militar peruano había tratado de salvar no a uno, sino a quince chilenos que se habían rendido en una batalla, aunque agregando: "...pero los guerrilleros, implacables en sus represalias, los ultimaron al grito de "¿dónde están nuestras fatigas? ¿Dónde están nuestras mujeres y hijos?" (sic) Grito de desesperación salido del pecho de las víctimas de Huaripampa...".
Aunque la teoría de Gastó salvando a un soldado por su juventud de manos de la indiada es, por sí misma, ridícula (pues ni siquiera pudo convencer a la montonera de no destrozar a tres mujeres, un niño y hasta un recién nacido), hubiese bastado una breve investigación directa sobre los partes militares para advertir que el nombre que falta en la lista del Altar de los Mártires no es ningún Buenaventura Arenaza o algo parecido, sino el Soldado Pedro González que, como hemos dicho más arriba, era uno de los 11 enfermos del grupo. Cuando Del Canto llegó a La Concepción y encontró los cadáveres destrozados e irreconocibles, los chilenos reunieron la nómina sin poder identificarlos a todos, valiéndose de la lista de soldados que se tenían en registro la 4ª y 6ª compañías del Chacabuco, al que pertenecía el grueso del grupo, a parte de la oficialidad. Sin embargo, Pedro González no pertenecía al Chacabuco, sino a la 1ª Compañía del Batallón Lautaro, por lo que no apareció en la nómina del batallón. Es más: Del Canto conocía la existencia de un soldado del Lautaro entre los caídos, aun cuando no incluye su nombre en el parte. En efecto, en el que firma en Tarma, el 16 de julio siguiente, escribe a la Jefatura de Estado Mayor esta frase que demuestra su conocimiento de la existencia de un soldado del Lautaro (los destacados son nuestros): "El número de tropa que se perdió fueron 72 hombres del batallón Chacabuco y UNO DEL BATALLÓN LAUTARO, y estaban mandados por el capitán don Ignacio Carrera Pinto y subtenientes don Arturo Pérez Canto, don Julio Montt S. y don Luis Cruz M." Y, más adelante, agrega (los destacados son nuestros): "Amigos chilenos; si os encontráis en igual situación a la de los SETENTA Y SIETE HÉROES DE LA CONCEPCIÓN, sed sus imitadores; entonces agregaréis una brillante página a la historia nacional y haréis que la efigie de la patria se muestre una vez más con semblante risueño simbolizando en su actitud los hechos de sus hijos." Esta lamentable pero absolutamente inocente omisión quedó plasmada en el altar de la Catedral de Santiago, donde el listado se realizó, precisamente, con la primera nómina de víctimas, permitiendo a algunos peruanos y a los infaltables entreguistas sentar una progresión de especulaciones que culminan inventando rendiciones donde no las hubo. De hecho, los registros consultados nos demuestran que no existía ningún Buenventura Arenaza en el Chacabuco durante aquella campaña. Tampoco hay nombres parecidos que pudiesen dar la posibilidad de error, como Ventura Arenaza, Buenaventura Arenas, Buena Aventura Arenaza, Ventura Arenas, etc. Estas omisiones no son poco frecuentes. Años atrás, nos tocó denunciar ante el Comité por el Recuerdo de los Mártires de La Masacre del Seguro Obrero (5 de septiembre de 1938) un error de similares características en la nómina de los 59 nacionalsocialistas chilenos asesinados en la Torre del Seguro Obrero, actual dependencia del Ministerio de Justicia, donde la placa conmemorativa sólo menciona 58 muertos, faltando en ella un caído que está perfectamente identificado en la nómina general. No quisiéramos terminar este subtítulo sin advertir que, para muchos editores y estudiosos serios que no han hecho de la historia su sustento sino su pasión, y que gozan sólo del humilde reconocimiento de "investigadores históricos", con constantemente evaluados y obligados -por los centros o institutos históricos que nos acogen concediéndonos la distinción- a acusar fuentes precisas y carpetas completas de documentos de investigación hasta cuando se asevera que el prócer O'Higgins usaba patillas. En cambio, pululan por ahí varios personajes autodefinidos como "historiadores" profesionales que, con soberbia y desparpajo, violan a gusto las mismas clases de exigencias que los "chicos" deben cumplir al pie de la letra (y obligados a trabajar sólo sobre la obra de otros, sin posibilidad de emitir tesis o interpretaciones propias a menos que sea con avales o tutores), permitiéndose especular sueltamente sobre teorías tan burdas y pseudo-científicas como éstas, basadas precisamente en nulas documentaciones y edificando una serie de especulaciones, conjeturas, errores y mitos sobre los episodios de la Guerra del Pacífico. Y no nos referiríamos sólo al episodio de La Concepción, sino también a los intentos por emporcar la memoria de Carrera, de Manuel Rodríguez y Prat, todos objetos de la misma fascinación del macumba narrativo neo-gramsciano y sus fórmulas.
Otros violentos alzamientos indígenas comenzarían a proliferar con la creencia de que los chilenos se retiraban de las sierras amedrentados o en actitud de derrota, a la par de nuevas ofensivas del ejército peruano. El día 13 de julio de 1882, los 400 chilenos del Concepción, al mando del Mayor Saldes, debieron resistir en San Pablo el ataque de casi mil soldados peruanos. Refugiándose en la estación ferroviaria de Trujillo, se defendieron con furia hasta que el resto del batallón llegó a ayudarlos, al mando del Comandante Carvallo Orrego. Tras su dramático paso por La Concepción, los hombres de Del Canto se retiraron hacia Tarma, llegando al pueblo donde, precisamente en momentos del día 15 de julio, a las dos de la tarde, una Compañía del Lautaro al mando del Subteniente Arturo Benavides, resistía gallardamente desde la mañana la embestida de una montonera. Sólo los refuerzos permitieron espantar a las fuerzas peruanas. Y el día 16, se repetía la situación en San Juan, cuando una compañía del 2º de Línea logró contener otro ataque montonero. En estas duras condiciones, sumadas a incesantes nevazones, cruzaron el puente de La Oroya y marcharon hacia Lima, llegando en los últimos días del mes. La noticia de lo sucedido en La Concepción había llegado a la capital peruana entre los días 14 y 15 de julio, y desde allí se repartió entre la población civil, aunque inicialmente sin los escalofriantes detalles que hemos mencionado. Al enterarse el Gobierno de los pormenores de la masacre por el informe de Del Canto, se perfiló la que sería la definitiva ofensiva contra el Perú, para forzar la rendición con toda la fuerza chilena, ya que Cáceres seguía en la Sierra con su ejército y apoyado por las sublevaciones indígenas, comenzando a especularse allá sobre su eventual "triunfo" sobre los chilenos. Y, enterada después la población de los detalles de la masacre, hubo una mezcla explosiva de estupor y fervor patriótico, sólo comparable al de la epopeya de Prat en Iquique. "No se niega el reconocimiento a la fuerza triunfadora que sobrevive -escribe Juan Diego Dávila atribuyendo a la raza chilena esta virtud-; pero el fervor patriótico es para los que mueren por no aceptar con vida la derrota". La energía y el sentimiento que vino después de La Concepción, será fundamental para comprender los procesos que se sucederían y que, finalmente, comenzaron a ser favorables a Chile después de tan largo período de adversidad. El día 23 de julio se obtuvieron autorizaciones para aplicar represalias como castigo a la matanza postergándose por Novoa, momentáneamente, hasta finalizadas las conversaciones que Juan Crisóstomo Carrillo realizaba por entonces en representación de La Paz ante Montero, en Huáraz, para conseguir un acuerdo de rendición. Sin embargo, al saberse el día 8 de agosto que ya nada podía sacarse en limpio de estas conversaciones, el Gobierno ordenó castigar duramente a los 50 personajes más influyentes de la aristocracia y la política de Lima, opositores a Chile y relacionados con el fracasado intento de gobierno provisorio de De la Magdalena -cuya intransigencia y afán por dilatar la rendición había permitido extender el asunto de las montoneras-, exigiéndoles enormes cupos de guerra, de 2.000 soles de plata. A pesar de las duras sanciones contra el Perú, en el Cuartel Central y en La Moneda no existían demasiadas esperanzas de que el enemigo se doblegara ante la presión chilena, hasta que no volvieran a la Sierra las tropas y los combates. El día 7 de septiembre se presentaba ante Santa María el Ministro Cornelius A. Logan, de los Estados Unidos. Le reafirmó el deseo de su país de que se alcanzara la paz, pero prometiendo no intervenir. Ambos convinieron, sin embargo, en que el asunto de Tarapacá ya estaba resuelto y sólo quedaba dar solución al tema de Tacna y Arica, desmintiendo el posterior mito peruano de un supuesto interés chileno en Arequipa (que Santa María preparaba invadir sólo como presión para la rendición) o en los demás territorios del Norte del Perú. Los Estados Unidos, de acuerdo a Logan, eran declarados partidarios de la compra de las ciudades por parte de Chile si esto devolvía la paz al continente. Sin embargo, la solución de Tacna y Arica sólo pasaba por la pacificación peruana, cada vez menos probable, por lo que, dos días después, Logan presentó las bases de acuerdo a Aldunate y luego a García Calderón. Ellas consideraban la cesión de Tarapacá, la compra de Tacna y Arica y la cesión al Perú del 50% de las ventas de guano de islas Chincha. Pero García Calderón -entonces en Chile-, si bien pareció tentando a aceptar, no se atrevió a firmar atemorizado por la reacción que pudiese tener el resto del pueblo peruano. Sin embargo, sorpresivamente surgió en Cajamarca una inesperada voz, representada por el General Miguel Iglesias, quien había sido nombrado por Montero como Jefe del Ejército del Norte. Iglesias era un hombre muy respetado en la vida política y militar del Perú, además de uno de los héroes de Morro Solar, durante la batalla de Chorrillos, por lo que fue un verdadero cataclismo a la moral de los rebeldes cuando el día 31 de agosto, dio a conocer un manifiesto en la Hacienda de Montán, donde admitía su convicción de que ya nada podía esperar el Perú y que mantener la resistencia sólo atrasaría la inevitable derrota, a costa de innecesario dolor y gastos. A pesar de que en ciertos círculos peruanos se ha hecho frecuente fingir que los chilenos pretendían avanzar hacia el Norte del Perú y que todas estas medidas sólo buscaban retrasar dicho plan hacia esos territorios, la verdad es que en su manifiesto, Iglesias aceptaba la triste realidad de que los ejércitos peruanos no bastaban más que para soñar la recuperación de lo perdido y que la única posibilidad con que contaba su país era la rendición en los términos que Chile impusiera. La decisión del general peruano Iglesias, llamada para la posteridad como el "Grito de Montán", era la más sensata y realista, motivada únicamente por su patriotismo y su deseo de salvar del colapso al Perú, comenzando lo antes posible su reconstrucción. Iglesias era un aristócrata que voluntariamente abandonó sus comodidades para partir al frente de guerra, hasta la toma de Lima. Sin embargo, ni entonces ni ahora ha sido comprendido y se lo tildó de traidor, de cobarde o de oportunista interesado de acaparar poder personal. Montero y Cáceres condenaron la iniciativa e intentaron boicotear su convocación a Asamblea General de los departamentos peruanos, que Iglesias había fijado para entre el 20 y 25 de noviembre de 1882 en Cajamarca. Fue por estas injusticias que León Bloy escribió, una vez, en la dedicatoria de una de sus obras: "A la memoria difamada del general Miguel Iglesias, en quien el Perú descargó las culpas de medio siglo de orgía moral y cívica".
Simultáneamente, las dos corrientes políticas tensadas en dura disputa dentro de Bolivia comenzaron a definir por el triunfo de la línea pacifista, representada por Mariano Baptista, a la sazón Presidente del Senado, que buscaba la tregua con Chile y el alejamiento con el Perú. Les motivaba particularmente la posibilidad de poder recibir Tacna o Arica como una salida al mar propia y definitiva, aunque era sabido que la masa popular chilena se oponía duramente a esta opción, desde la negativa boliviana a aceptar la primera propuesta de paz ofrecida por Chile, poco antes de los enfrentamientos del Campo de la Alianza. De hecho, el propio Santa María se manifestaba ahora molesto con esta nueva propuesta, pues estaba fuera de tiempo y lugar, y consistía en resucitar un ofrecimiento que Chile había formulado precisamente para evitar el baño de sangre de Tacna, que ya era un hecho consumado. Cuando fracasaron estos intentos de negociación en 1880, Santa María, a la sazón Canciller, había debido soportar públicamente el escarnio y la burla de Lima y Buenos Aires por su ingenua "política boliviana", que La Paz aprovechó para dar aviso al Perú de tales propuestas reafirmándose así la Alianza, de modo que algo de rencor personal debe haber existido en su cambio de actitud. En contraposición a la opinión de Baptista, Campero continuaba convencido de que la Alianza con Perú era la única vía y que aún podían abrigarse esperanzas de victoria, cada vez con menos partidarios. Por su lado, la reunión de Cajamarca permitió la creación de una nueva Asamblea, con miras a la reconstrucción peruana, la última semana de noviembre de 1882. No se aceptó la renuncia de Iglesias al liderazgo de la nueva organización y, el día 19 de diciembre, recibía de la Asamblea el título de Presidente Regenerador y una autorización para lograr la paz sin mayores dilaciones, además de una dura condena oficial a las montoneras, que se habían manifestado abiertamente en contra de la iniciativa. La nueva disposición de los elementos en el panorama sudamericano, aterró a banqueros en inversionistas judíos y europeos que habían organizado la intervención de 1881 y que veían en la imposición chilena el fin de sus aspiraciones acreedoras. El día 22 de enero de 1883, organizaron en Lima una reunión con los representantes de Inglaterra, Francia, Italia, Alemania y los Estados Unidos en el Perú. Pero todo empezó mal para los complotadores, sin embargo, cuando el representante alemán se negó a asistir. Esta vez decidieron que era imposible impedir la anexión de Tarapacá a Chile y buscaron la forma de frenar la retención de Tacna y Arica, declarando que la guerra no amenazaba ya solamente a los beligerantes, sino también a los neutrales. Al día siguiente de este encuentro, Novoa recomendó a Santa María aceptar al Gobierno de Iglesias a pesar de todas las suspicacias que había generado su reconocimiento por la Asamblea peruana y la condena a las montoneras. Poco antes, la Secretaría de Estado norteamericana cambió a Adams por Money, en Bolivia, y nombró a Portridge en reemplazo del fallecido Hurlbut. Cuando Frelinghuysen se puso al tanto de las conversaciones, desautorizó con dureza a Portridge, enviando una nota a los demás representantes internacionales que participaron en la reunión donde declaraba que los Estados Unidos guardarían la más completa y estricta neutralidad en el conflicto, avisando al representante chileno Joaquín Godoy de lo que estaba sucediendo. El 3 de febrero de 1883, Lynch recibió la orden de proteger el nuevo Gobierno de Montán y Novoa se contactó con Mariano de Castro Saldívar, cuñado de Iglesias, pidiendo que participaran José Antonio Lavalle y el periodista Andrés A. Aramburu en las nuevas conversaciones, tendientes a imponer las condiciones más o menos similares a las que había presentado el Ministro Logan a García Calderón, que ya no contemplaban compartir derechos de explotación de covaderas. De esta manera, el último y fugaz intento de intervención europea, murió abortado, antes de nacer siquiera.
Al promediar el mes de febrero de 1883, una numerosa montonera fue enviada a atacar a una compañía del Lautaro en Hungará, salvándose de una nueva tragedia sólo por la resistencia y la intervención de la caballería de Granaderos, que lograron derrotar a los peruanos haciéndoles huir. Las acciones de los guerrilleros no se habían detenido. Desesperado por el curso de los hechos, Montero convocaría a una reunión para el día 15 de marzo. A este encuentro asistió el General Campero, quien ofreció apoyo militar en caso de la nueva capital fuese atacada por las fuerzas chilenas. Montero reafirmó su condición de pretendido vicepresidente y declaró a Arequipa como capital del Perú. A partir de este momento, acompañado de mil montoneros, Cáceres y sus hombres comenzaron a avanzar con caballos y artillería hacia Canta, desde el poblado de Tarma, con el interés de partir desde allí a atacar sorpresivamente a la Compañía del Aconcagua, establecida en el puerto de Chancay al mando del Capitán José Otero. Sin embargo, Otero se enteró del multitudinario avance enemigo y de inmediato puso a salvo a sus hombres subiéndolos en un vapor que allí permanecía anclado, mandando una nota a Lynch de inmediato para informarle de la peligrosa situación, quien ordenó la salida de un transporte con hombres del 3º de Línea y del Coquimbo, junto a un batallón de caballería. Llegaron a Chancay el 20 de marzo, en medio de una fuerte tempestad. Al verlos, Cáceres ordenó el inmediato regreso hacia la sierra antes de que los chilenos pudiesen desembarcar, producto de la tormenta. En los días siguientes, Novoa realizó titánicas gestiones para forzar la paz, pasando por encima de las montoneras y llegando a ofrecer a Iglesias el Palacio Presidencial de Lima. Gracias a sus esfuerzos, el 27 de marzo, consiguió que se realizaran las conferencias de Chorrillos, donde él y los demás representantes chilenos se reunieron con los enviados de Iglesias. Lavalle había aceptado ya la pérdida peruana de Tacna y Arica, pero se negó a aprobar la cesión alegando que el pueblo peruano no la acataría, por lo que se propuso la idea de un plebiscito, la que fue del interés del representante. Aún así, quedó fijado un acuerdo preliminar de rendición, que ya establecía la cesión de Tarapacá. Tacna y Arica, en cambio, iban a quedar integradas por 10 años en Chile, al final de los cuales serían realizados plebiscitos en ambos territorios para que la población decidiera si se quedaban en Chile o regresaban al Perú. Aunque la fórmula presentaba varias deficiencias y problemas que efectivamente tuvieron lugar años después, Santa María dio una primera aprobación al proyecto el día 3 de abril. Estos acuerdos eran un balde de agua fría para los rebeldes que hormigueaban iracundos por Arequipa, Junín y las serranías. En un intento por desconocer el poder de Iglesias, la Asamblea de Arequipa protagonizó un espectacular vuelco y reconoció a García Calderón como presidente, para luego designar a Montero como Primer Ministro y a Cáceres como Segundo Vicepresidente. Acto seguido, se declaró la vigencia de la Alianza y la continuación de la guerra con ayuda de Bolivia, pero con un optimismo basado en ilusiones creadas más bien por los desvaríos y las promesas de Campero que en la posibilidad nunca concretada de que La Paz regresara al campo de batalla. La noticia de que Cáceres se había acuartelado en Canta llegó a Lynch y a Novoa en pocas horas, dándose la orden inmediata de emprender una ofensiva contra el "Brujo de los Andes". Lynch estaba convencido de que aquella era la oportunidad decisiva y el destino no le brindaría otra. Así, el día 7 de abril, salían desde Lima hacia la Sierra el Buin, el 4º de Línea, el Curicó, el Aconcagua, y 150 Granaderos, al mando del Coronel León García. Iban también con seis piezas de artillería. Luego, salió otra columna compuesta por el 2º de Línea, el Coquimbo y 50 Granaderos, al mando del Coronel Del Canto. Este grupo llevaba dos piezas de artillería. En tanto, Lavalle había presentado la idea de que el país que no ganara el plebiscito le pagara al otro la suma de 10 millones de pesos, la que fue rechazada por Novoa. Pero, luego de ser instruido por Santa María -profundamente interesado en terminar luego con las negociaciones y concentrarse en las guerrillas-, debió aceptarla, hacia el 13 de abril de 1883. Todo el resto de su atención lo desvió al desarrollo de esta última campaña. La expedición de León García debía avanzar por el Norte rumbo Canta, esperando que Cáceres intentara escapar hacia el interior. Allí, en la huída, debía ser alcanzado por la expedición de Del Canto, que avanzaba por el Sur. Sin embargo, este último grupo tropezó con grandes problemas que casi atrasan su travesía. El primero de ellos tuvo lugar en el caserío de Balconcillo, donde debieron enfrentar una montonera allí acuartelada, logrando espantarla tras dar un fuerte combate. Luego, les esperaba otra en Sisicalla, en otra demostración de cuánto habían cundido nuevamente estas fuerzas irregulares desde el último retiro de los chilenos. Atacando con descargas, el enemigo se puso en fuga. También debieron atravesar el frío caudal del río Oroya, desnudándose y colocando sobre sus cabezas uniforme y equipajes. Los batallones del Miraflores y el 7º de Línea, Esmeralda, al mando del Coronel Urriola, continuaron por el contorno de la línea ferroviaria hasta Chicla, atacando a las fuerzas montoneras que encontraron en su camino. Y, como Cáceres se enteró a tiempo del avance chileno hacia el interior, cuando el grupo de León García llegó a Tarma el 21 de mayo de 1883, sólo encontró el polvo de los peruanos que acababan de salir rumbo al cerro de Pasco. Del Canto llegó cinco días más tarde. Cáceres, a salvo, estaba decidido a derrocar el Gobierno de Iglesias luego de que, el 3 de mayo, firmara un acuerdo definitivo para el que sería el tratado de paz. Para tal efecto, salió de su refugio hacia el Norte para reunirse con las fuerzas de los Coroneles Recabarren, Elías y Prado. Con los 3 mil hombres reunidos, los jefes peruanos iban a avanzar hacia Cajamarca para derrocar a Iglesias, situación que fue anticipada por Lynch, enviando una división compuesta por cerca de mil soldados del Concepción, Talca, Zapadores y Cazadores al mando del Coronel Alejandro Gorostiaga, quienes salieron rápidamente a impedir el encuentro de las fuerzas peruanas. Gorostiaga llegó a Huamachuco y de ahí salió hacia Huáraz, el día 9 de junio, recibiendo luego un refuerzo de 180 soldados más. Sin embargo, Cáceres consiguió llegar a Yungay, el día 20, logrando conglomerar con los hombres de Recabarren la poderosa fuerza peruana. Allí se enteró de que los chilenos también iban hacia el Sur, pues las tropas de Del Canto y León García marchaban desde Tarma rumbo a Yungay, ahora al mando del Coronel Arriagada y esperando protagonizar allí una victoria como la que habían librado contra las huestes del Protector Santa Cruz, en 1839. Cáceres decidió emplear sus comprobados talentos como estratega, simulando una fuga hacia el Sur, para avanzar en realidad hacia el norte, donde pretendía interceptar la columna chilena que bajaba hacia Huáraz, más pequeña y vulnerable. Los chilenos de Arriagada fueron informados por falsos agentes, en realidad al servicio de Cáceres, que una columna de Serrano marchaba hacia el Sur y partieron en ese rumbo erradamente, mientras el grueso de las tropas del caudillo peruano avanzaba para interceptar a Gorostiada de frente, que venía bajando también rumbo al Sur desde la parte más septentrional de la sierra. Providencialmente, sin embargo, en el río Santa, Gorostiaga recibió la noticia de que Cáceres y Recabarren se habían conglomerado y subían hacia el Norte. Decidieron, entonces, devolverse hasta el pueblo de Huamachuco, último caserío que se imponía a la ruta hacia Cajamarca, donde estaba el Gobierno de Iglesias. Estaba por librarse la batalla que puso fin a la Guerra del Pacífico. | ||