| HUAMACHUCO SUELE SER SEÑALADO EN LA HISTORIA OFICIAL COMO EL FINAL DE LA GUERRA DEL PACIFICO. SIN EMBARGO, UNA SERIE DE SUCESOS SIGUIERON A ESTE GLORIOSO COMBATE Y A LA ROTUNDA VICTORIA CHILENA, INCLUIDOS LOS PACTOS DE TREGUA, UN ÚLTIMO COMBATE EN PACHÍA Y UNA SORPRENDENTE DECLARACIÓN EN EL SENADO BOLIVIANO DONDE SE ADMITEN TODAS LAS RESPONSABILIDADES Y CULPAS DEL ALTIPLANO EN LA SITUACIÓN DE AQUEL ENTONCES. NOS PERMITIREMOS, ADEMÁS, UNA BREVE PINCELADA SOBRE LOS PRINCIPALES MITOS HISTÓRICOS DE LOS EX ALIADOS SOBRE ESTE PERIODO DEL FINAL DE LA GUERRA DEL PACIFICO.
En mayo de 1883, luego de constituido el Gobierno del General Miguel Iglesias en Perú para lograr pactar la tregua con Chile, se produjo desde las sierras una movilización de 3 mil guerrilleros hacia Cajamarca, agrupados en torno los jefes peruanos que aún insistían en extender el conflicto y no permitir ningún acuerdo entre Iglesias y los chilenos. La situación que fue anticipada por el jefe militar chileno, Almirante Patricio Lynch, enviando de inmediato una división de unos mil soldados de los regimientos Concepción, Talca, Zapadores y Cazadores al mando del Coronel Alejandro Gorostiaga, saliendo al encuentro de las fuerzas peruanas. Gorostiaga llegó al poblado de Huamachuco y de ahí salió hacia Huáraz, el 9 de junio, recibiendo luego un refuerzo de 180 soldados más. Por su parte, el líder rebelde General Andrés Avelino Cáceres, el "Brujo de los Andes", logró llegar a Yungay el día 20, conglomerando a sus hombres con los de Recabarren. Al se enteró que los chilenos también iban al Sur, pues las tropas de Del Canto y León García marchaban desde Tarma rumbo a Yungay. Por su parte, y tras ser advertido del avance del General peruano Andrés Avelino Cáceres hacia el Norte, Gorostiaga había emprendido retirada con sus cerca de 1.100 hombres, seguidos muy de cerca por los peruanos. Erróneamente, las fuerzas de Arriagada marchaban hacia el Sur, creyendo encontrar allí a los rebeldes. Afortunadamente para Gorostiaga, en fila hacia Huamachuco, marchaban por esos días los hombres de una tercera columna chilena compuesta por 232 soldados del Concepción, 191 del Talca, 35 del Victoria, 50 Zapadores, 60 Cazadores y 13 artilleros, al mando del Comandante Higinio González, Jefe del Concepción. Venían desde la ciudad de Trujillo, habiéndola entregado a Iglesias por orden de Lynch, para luego marchar también hacia Huamachuco, donde estaban a punto de colisionar las fuerzas chilenas y peruanas en la que sería la última gran batalla del conflicto. Cáceres se enteró del avance de este grupo, pero en vano trató del alcanzarlo, pues González había acelerado el andar precisamente temiendo un ataque de la guerrilla. El día 5 de julio de 1883, y luego de unos cuantos combates con las indiadas locales, Gorostiaga llegó a Huamachuco, acuartelándose de inmediato en el pueblo habitado por unas 8 mil almas. El Mayor Merino se encargó de ordenar a las tropas dentro del pueblo y conversó con los pobladores intentando evitar temores, al asegurarles buen trato. En general, los chilenos fueron bien atendidos por los lugareños. A pesar de que gran parte de los chilenos eran muy jóvenes, sin experiencia en combate y animados únicamente en su deseo de servir a la Patria, Gorostiaga confiaba plenamente en las capacidades de sus muchachos y esperó tranquilamente al enemigo. Dos días más tarde, llegaba al lugar el Comandante González con sus 581 hombres, quien le advirtió de la proximidad de Cáceres y la inminencia de un combate. El 8 de julio, cerca de mediodía, los peruanos por fin comenzaron a aparecer al Sureste de Huamachuco, sobre el cerro Cuyurga. Sumaban unos de 3.800 soldados y una cantidad incontable de montoneros armados con lanzas, cuchillos, machetes y armas de fuego pequeñas, que han de haber sido otros tantos miles. Al ver esta cantidad de enemigos y los cañones que traían, Gorostiaga ordenó la salida del pueblo para evitar el peligro de la artillería y para no comprometer al poblado. Los chilenos avanzaron entonces hacia el norte del área urbana, subiendo al cerro Sazón, parapetándose entre las restos de viejos pucarás incas desde los cuales se vigilaba el valle de Purrubamba. Estaban dispuestos a derrotar al enemigo aún siendo minoría numérica y sobre las ruinas de sus propios ancestros. Los chilenos quedaron de frente a los peruanos, al otro lado del valle, observándose en tensa calma, desde la lejanía. Por largo rato permanecieron así. De un momento a otro, el silencio fue cortado por una horda de salvajes que conformaban la montonera, quienes se arrojaron en masa contra el pueblo de Huamachuco saqueándolo y asesinando por doquier a sus habitantes, con la excusa de castigarlos por haber recibido y atendido a los chilenos. En un intento por detenerlos, los chilenos descargaron cañones directamente sobre la turba, obligándolos a retroceder asustados. La calma se restauró, al menos en las colinas, pues los montoneros alcanzaron a sembrar el horror en el pueblo antes de ser repelidos. La noche cayó, sin embargo, y la complicidad de la oscuridad permitió a los montoneros volver hacia el pueblo y continuar su festival carnicero. Los gritos de espanto y dolor erizaron los pelos de los chilenos en el Sazón, impotentes de no poder hacer nada. Cuando fue descubierto un grupo de peruanos intentando ascender por el flanco las posiciones chilenas, se ordenó un ataque de cañones de la artillería comandada por Fontecilla, y escaparon nuevamente hacia el Cuyurga.
La mañana del 9 de julio los reveló aún impávidos, en sus mismos puestos y sin quitarse la vista de encima. Cáceres, un tanto impaciente, ordenó cerca del mediodía que un grupo de sus hombres se desplazara hacia un costado del monte y comenzaran a disparar y gritar ruidosamente, intentando hacer creer a los chilenos que la división de Arriagada se había devuelto y libraba combate con los peruanos. Sin embargo, Gorostiaga no lo creyó y sus hombres permanecieron inmutables en la altura del Sazón. Pasaron las horas, la noche volvió a caer y la batalla aún no empezaba. En horas nocturnas, Gorostiaga se reunió con sus hombres y comunicó la necesidad de tomar una decisión. Los víveres alcanzaban sólo para un día más y los montoneros podían ser reforzados con los del Coronel Puga, por lo que ya no podían esperar más. Gorostiaga les recordó, además, que esa noche se cumplía el primer aniversario del Combate de La Concepción, por lo que había llegado la hora de volver a levantar las banderas de honor y gloria. A las 6 de la mañana del día siguiente, el glorioso 10 de julio de 1883, comenzaba el feroz combate final cuando dos compañías del Zapadores, al mando del Capitán Ricardo Canales, bajaron al valle y corrieron hacia las faldas del Cuyurga. Dos batallones peruanos se les arrojaron intentando flanquearlos por el lado del cerro Prieto, por lo que Gorostiaga ordenó reforzar el grupo con dos compañías del Concepción, al mando del Teniente Luis Dell'Orto. Como tardó en llegar, Canales ordenó un feroz ataque de bayonetas, con el que lograron romper la línea enemiga que pretendía cerrarles el paso, pero comenzaron a replegarse sin dejar de disparar mientras se reunían con los hombres del Concepción. En un inesperado error, Cáceres creyó que la retirada del primer grupo de atacantes chilenos era definitiva y ordenó que todos sus hombres se arrojaran cerro abajo, para aplastar al enemigo en el valle, mientras los siguió observando la escena desde la montura de su fiel caballo "Elegante". Pero abajo, el resto de la fuerza chilena se concentró en una línea de defensa ordenada por Gorostiaga, que contuvo con energía a los peruanos y comenzó a provocarles grandes bajas. Por tres horas los chilenos lograron enfrentarlos a pesar de la inferioridad numérica, que casi le costó perder al flanco izquierdo del Capitán Julio Z. Meza y sus hombres del Talca. Apoyados con la artillería del Comandante Fontecilla, lograron mermar a sus atacantes con heroico poder de resistencia. Al flaquear el flanco izquierdo, los soldados de Cáceres se concentraron por la derecha, tratando de rodear a los chilenos, y al principio pareció estar a su favor esta acción. Es aquí donde el "Brujo de los Andes" comete su segundo e insólito error, al ordenar que bajaran la artillería al valle atacando a los chilenos de frente. Un insólito optimismo le había inundado a él y a sus hombres, los que, luego de tomar el pueblo, comenzaron a hacer sonar las campanas de la iglesia de Huamachuco en señal de victoria y a celebrar con orfeón musical como si el combate ya estuviese definido. Gorostiaga ordenó al Ayudante Santiago Herrera partir a comunicar al Mayor Sofanor Parra que lanzara un doble ataque de cazadores, por ambos costados de la masa en combate, mientras se realizaría un ataque frontal de infantería con las bayonetas brillando al sol. Parra hizo sonar el son de corneta y la caballería se arrojó colérica sobre el enemigo, al igual que los demás hombres. La violencia y el poder de esta carga fue devastadora, destrozando a los peruanos y destruyendo la línea de fuego, para alcanzar después los cañones, con lo que Cáceres perdía su artillería. Los chilenos de infantería, en tanto, irrumpieron con tanta agresividad que arrasaron al enemigo provocando escenas de pánico y terror, que llevaron a muchos de ellos a soltar sus armas y arrancar despavoridos del lugar. Los más valerosos se mantuvieron hasta el último momento en sus puestos, pereciendo atravesados por el corvo, la bayoneta o el sable. Cáceres no podía creer lo que veía. Los sobrevivientes de sus hombres escapaban en completo caos y quedaba el valle alfombrado con los blancos uniformes ensangrentados de sus hombres. De pronto, advirtió que un pequeño grupo de caballería liderada por el Teniente Abel Policarpo Ilabaca, se acercaba peligrosamente hacia su posición, ante lo cual escapó en loca carrera. Los chilenos lo persiguieron por un largo tramo hasta que, de pronto, Cáceres llegó al borde de una quebrada dando su caballo un salto magnífico, que ha pasado a formar parte de la antología narrativa histórica peruana. Y la leyenda humana, de esta manera, escapó. Los caballos de los chilenos, al llegar a la misma quebrada, cansados por el combate, frenaron de improviso, obligándolos a ver cómo desaparecía en la distancia aquel general de proporciones míticas. Culminaba, de este modo, la racha del ilustre "Brujo de los Andes". El episodio liquidaba, además, una mística que los peruanos se han negado a aceptar, en algunos casos, hasta nuestros días: el mito de la condición invicta del General Cáceres. En efecto, no es inusual encontrar fuentes peruanas donde se sigue insistiendo en que el general jamás fue vencido por los chilenos, dando complicadas y rebuscadas fórmulas para poder presentar la batalla de Huamachuco como un eventual "empate" o, simplemente, omitiéndola de los relatos. Terminaba así la epopeya del heroico guerrero peruano. Ya no había ninguna posibilidad real de resistencia y la campaña de la sierra conseguía su principal objetivo, al aniquilar a las fuerzas militares del Perú y reducir las montoneras a meros clanes dispersos de alzamiento indígena.
Al terminar el combate, la cantidad de muertos y armas enemigas que quedaron en el campo de batalla dejaron en claro a los chilenos que la victoria parecía ser definitiva. Sin embargo, al regresar al pueblo y presenciar los estragos que la violencia peruana había dejado contra los civiles inocentes los días anteriores, por haber permitido que allí alojaran los chilenos, además del deseo de venganza que contenían desde hacía justo un año, por lo de La Concepción, desató una colérica reacción de parte de los hombres de Gorostiaga, quienes decidieron castigar con el máximo rigor a los jefes peruanos y a sus soldados, siendo fusilados, incluyendo al Comandante Leoncio Prado, hijo del ex Presidente Mariano Ignacio Prado, quien fue ultimado de un disparo en la cabeza, lo que llevó erradamente a muchos a pensar que se había suicidado evitando caer en las garras del enemigo. Por supuesto que los historiadores han condenado el ajusticiamiento de Prado por los chilenos, presentándolo como un crimen de guerra. Sin embargo, se recordará que esta era la tercera vez que el guerrillero -que había adquirido amplia experiencia en la insurgencia de Cuba- era detenido en combate, habiendo estado preso inclusive en Santiago, siendo liberado bajo promesa con su honor de que no volvería a comprometerse en acciones de guerra. También hubo desertores chilenos que fueron drásticamente castigados, esa misma jornada. Este acontecimiento es otro de los hechos que el Perú jamás le ha perdonado a Chile, enrostrándoselo históricamente como una masacre innecesaria a pesar de la carnicería que las fuerzas de Cáceres habían cometido contra sus propios compatriotas en Huamachuco. Con la guerrilla destruida, con la Sierra libre de las fuerzas de Cáceres y con el gobierno de Iglesias en pie, la hora de la rendición había llegado. El Gobierno de Chile ordenó el envío de armas y préstamos de dinero a Iglesias, al mismo tiempo que se ordenaba una expedición al mando del ilustre Coronel José Velásquez contra Arequipa, donde permanecía el Almirante Montero. La noticia de la derrota de Cáceres desató el estupor de las montoneras que aún rondaban por el interior. Desesperados, los Comandantes Albarracín y el cubano Pacheco Céspedes cargaron todas sus últimas fuerzas contra los destacamentos chilenos que allí permanecían, sin éxito. Frustrados, arremetieron contra sus mismos compatriotas saqueando pueblos y asolando caseríos en busca de provisiones. Montero, en tanto, a fines de julio de 1883, dispuso que un grupo de sus hombres partiera rumbo a Moquehua, conciente de que iba a caer tarde o temprano. El 2 de agosto, Pacheco Céspedes fue interceptado con su montonera en Mirave. 150 unidades de Caballería de los Escuadrones Las Heras y General Cruz, y 50 soldados del 5º de Línea, al mando del Mayor Duberlí Oyarzún, aplastaron a sus hombres, obligándoles a salir huyendo en desorden. Aparentemente limpio de montoneras, Velásquez partió por el camino hacia Arequipa de Sama, con 2.200 hombres del 5º de Línea, Ángeles, Carampangue y Rengo, más los Escuadrones de General Cruz y Las Heras. Partieron el 14 de septiembre y llegaron a Moquehua, ocupándola sin resistencia. Las tropas de Del Canto habían desembarcado cerca de Ilo y marchado también hacia el interior, para reunirse con Velásquez. Formaban este grupo 3 mil hombres del 2º de Línea, 4º de Línea, Lautaro y Curicó; 200 eran de caballería. Alertado por el inminente avance chileno y la nula capacidad de dar real resistencia, Montero llamó a su Jefe de Estado Mayor, General César Canévaro, intentando un último acto de concentración de defensas. Sin más opción que aprovechar la geografía de la zona, se pretendió dar combate a las fuerzas de Velásquez en Huasacache, destacando posiciones también en Chacaguayo, Pocsi y Puquina, todas ellas en altura. Mientras esto ocurría, el 17 de septiembre, el Presidente Santa María enviaba a Aldunate a Lima para el reconocimiento del nuevo gobierno del Perú, ya no más Regenerador, sino oficial y constituido. Tras mucho andar, Velásquez emprendió el avance a Morromo y Omate un mes después de iniciada la misión de Aldunate, hacia el 16 de octubre de 1883. Pasaron por la misma Cuesta de los Ángeles que en 1880 había sido testigo de otra gran victoria chilena, y determinaron que debían lanzarse desde el próximo destino, directamente a la cuesta de Huasacache, donde les esperaban los últimos esfuerzos de resistencia del Perú. En tanto, el día 18 de septiembre, Chile emitía el reconocimiento oficial del Gobierno de Iglesias, a través de Novoa, y el mandatario peruano partió por mar a la ciudad de Ancón, donde le esperaban Novoa y 830 soldados peruanos. El día 20 de octubre se firmaba el Tratado de Paz y se ponía término oficialmente a la guerra. En el acuerdo, se reestablecían las relaciones entre ambos países, se cedía Tarapacá perpetuamente a Chile y pasaría a su territorio Tacna y Arica hasta que un plebiscito decidiera si así continuaba o retornaban al Perú, debiendo pagar el ganador del mismo 10 millones de pesos a la otra parte. Este acuerdo histórico es el que ha pasado a la historia como el Tratado de Ancón. Con él, Chile podía dar ya como técnicamente ganada la guerra.
La República de Chile, de una parte, y de la otra la República del Perú, deseando reestablecer las relaciones de amistad entre ambos países, han determinado celebrar un Tratado de paz y amistad, y al efecto han nombrado y constituido por sus Plenipotenciarios, a saber: S. E. el Presidente de la República de Chile, a don Jovino Novoa, y S. E. el Presidente de la República del Perú, a don José Antonio de Lavalle, Ministro de Relaciones Exteriores, y a don Mariano Castro Zaldívar. Quienes después de haberse comunicado sus Plenos Poderes y de haberlos hallado en buena y debida forma, han convenido en los artículos siguientes:
En fe de lo cual, los respectivos plenipotenciarios lo han firmado por duplicado y sellado con sus sellos particulares. Hecho en Lima a veinte de octubre del año de nuestro Señor mil ochocientos ochenta y tres.
Camino hacia Arequipa. La ciudad cae sin disparar un tiro ![]() Como hemos dicho, las tropas peruanas se concentraron en Huasacache y Puquina intentando impedir el avance de los chilenos hacia Arequipa, donde quedaba el último bastión de resistencia de Montero y sus leales, a pesar de que Huamachuco había sellado para siempre el destino del Perú ante la victoria chilena. Aún así, las fuerzas que le bloqueaban el paso no eran inferiores a los 4 mil hombres. Al llegar a Moromoro, el Coronel Velásquez ordenó la salida de un grupo del 5º de Línea, Santiago, hacia Huascache al mando del Coronel Vicente Ruíz, encargándole estudiar las posiciones del enemigo y las posibilidades de ataque. Ruíz partió acompañado de hombres del Escuadrón Las Heras y llegó a las posiciones la mañana del 22 de octubre de 1883, siendo observado por el enemigo peruano cerca de las 8:30, desde la cuesta sobre la cual habíanse atrincherado. Tal vez temiendo que la pequeña columna sólo fuese la punta de lanza de otras mayores, los peruanos entraron en pánico y comenzaron a disparar desesperadamente sus cañones a pesar de la lejanía. Los chilenos permanecieron cerca de una hora y media detenidos, mirándolos desde una distancia segura, tras lo cual lanzaron un cañonazo de cálculo, y se marcharon. Montero, ávido de recibir buenas noticias, escuchó de sus hombres simplemente lo que quería oír, pues estaban concientes del temible carácter explosivo del caudillo en esos días de tanta adversidad. Dio inmediato crédito a la buena nueva de que, supuestamente, los chilenos habían huido (versión errónea que algunos historiadores peruanos aún insisten, a pesar de que los hechos que siguieron la desmienten), y decidió -con precipitación- despachar a su Coronel Varela desde Puquina hasta Huascache para reforzar allí las fuerzas, mientras que otro grupo partiría desde Arequipa a relevar a los hombres de Puquina. Su idea era cerrarles el paso en Huascache, donde la concentración de sus fuerzas podría aplastar a los chilenos, según sus cálculos. Sin embargo, el Coronel Velásquez ya había decidido que movería con rapidez su columna hacia Huascache, para atacarlos antes de que pudiesen llegar refuerzos, por lo que habían salido en la noche de ese mismo día 22, con acelerado paso. Habían dejado encendidos los fuegos en el campamento para simular que permanecían en él ante cualquier presencia de agentes informantes peruanos. Con precauciones extremas para no ser descubiertos, comenzaron a subir osadamente la cuesta de Huascache por el flanco izquierdo, con el Coronel Ruíz a la cabeza, seguido de su 1ª División, del 4º de Línea y de otras dos compañías del Ángeles. Sólo al asomar la tenue claridad del día 23 los chilenos fueron descubiertos, pero tan encima de la cumbre que los peruanos no alcanzaron a hacer más que un par de descargas y huir, incapaces de aceptar lo que acababa de ocurrir. Así, a las seis de la mañana, la bandera chilena era clavada sobre la cima de la cuesta, en medio de las fortificaciones ligeras que el enemigo había abandonado. Ese mismo día 22, y sólo dos horas más tarde de la toma de Huascache, en Lima se arriaba la bandera chilena del Palacio de los Virreyes de Lima y, al son del himno nacional, Lynch y sus hombres se retiraban en solemne ceremonia, para que luego regresara a la ciudad Iglesias, acompañado de dos batallones peruanos. Arribó cerca de las 15:30 horas, ocupando la casa presidencial en medio de aplausos. El Callao también era devuelto en medio de estrepitosa ceremonia, en la que el "Cochrane" honró la bandera del Perú, izada por todo el puerto, con 21 cañonazos. Dos días después, llegaba a Arequipa la noticia del desastre en la defensa de Huascache. El terror se apoderó de la ciudad peruana y la población se convulsionó ante el imparable avance chileno. Intentando calmar a su gente, Montero salió a la calle y públicamente prometió detener a los chilenos gritando con euforia:
Pero a los rebeldes les
llovió sobre mojado. El día 25 llegó a Puquina
la tropa chilena, que avanzó desde Huascache con insólita
rapidez, sin detenerse en dos días. Los cuatro batallones peruanos
y sus dos escuadrones de caballería, al ver a la masa de uniformes
azul y rojo marchando decididamente hacia sus fortificaciones, comprendieron
de inmediato que no había posibilidad y escaparon despavoridos,
dejando tiradas sus tiendas, provisiones e inclusos las armas. Velásquez
se anotaba un nuevo punto, sin haber disparado un solo tiro.
La noticia no pudo ser peor para Arequipa. Atormentando con las falsas promesas de resistir, Montero volvió a dirigirse a la población, alegando que los chilenos eran "16 mil hombres invencibles" y que no había posibilidad alguna de resistencia. Seguidamente, escapó casi con lo puesto hacia Puno, en el Titicaca, encargando al cuerpo diplomático la entrega de la ciudad a los chilenos. La gestión de entrega se realizó en Paucarpata, firmada el 27 de octubre. Dos días después, Velásquez entraba a Arequipa cumpliendo con la etapa más gloriosa y eficiente de su vida militar.
Montero escapó a Puno a toda prisa. Allí, en la orilla del Titicaca, abordó con sus hombres un pequeño navío, el "Yavarí", para marchar hacia el puerto lacustre de Chililaya, en Bolivia, donde le esperaba el General Campero con dos batallones bolivianos. Campero, iluso y desconectado de la realidad que vivía el Perú por esos días, creía que su modestísima tropa bastaría para salir a defender a Arequipa. Sin embargo, enterado de los pormenores de lo sucedido según se lo relató el propio Montero, la desazón se apoderó del líder altiplánico. De inmediato comenzaron a negociar la posibilidad de iniciar hostilizaciones y atrasar más aún la rendición de Bolivia que, como hemos dicho, llevaba largo tiempo conversándose con Chile con tiras y aflojas de parte del gobierno paceño, destinados a ganar tiempo y a impedir que los chilenos decidieran ocupar el Palacio Quemado, prácticamente desprotegido y al alcance de la mano de las fuerzas chilenas. Pero la falta del mismo sentido expansionista que por años le ha achacado Bolivia injustamente a Chile, evitó que la bandera chilena flameara en La Paz. Mientras, se había dado la orden de perseguir a Montero. Una división comandada por el Coronel Dublé Almeyda, formada por los batallones Lautaro y Coquimbo, un escuadrón del Carabineros y Artillerías, salieron desde Arequipa hacia Puno por la línea férrea, abordando tres trenes. Al llegar a la ciudad del Titicaca, sus autoridades locales entregaron de inmediato el lugar y se declararon en favor del gobierno de Iglesias. Sin embargo, misteriosos peruanos y bolivianos intentaron imitar las guerrillas de la Sierra y, valiéndose de los botes de totora que usaban los indígenas en el lago, hicieron desde sus aguas algunas descargas contra posiciones chilenas intentando amedrentarlos. Por esta razón, el Coronel Velásquez decidió contestar con un golpe genial que sembrara el miedo en las comarcas sin necesidad de despliegues de fuerzas, por lo que solicitó enviar a Puno, desde Mollendo, una pequeña lancha torpedera desarmada, la "Colo Colo", que llegó por ferrocarril poco después. En Puno, el Teniente Angel Custodio Lynch Irwing la rearmó con sus ingenieros y se embarcó con un Guardiamarina y otros 25 hombres, paseando la bandera chilena por las aguas del Titicaca durante unos días. El efecto provocado por el paso de la "Colo Colo" fue santo remedio para amedrentar a las indiadas locales, sin necesidad de enfrentamientos. Muchos de los navíos refugiados en Chililaya se entregaron voluntariamente a Dublé Almeyda. Chile consiguió tomar las aguas del lago más alto del mundo, con la sola presencia de esta nave torpedera.
Como el grueso de las actividades militares se habían concentrado hacia el interior, sólo una pequeña guarnición chilena de unos 80 hombres del Ángeles al mando del Capitán Matías López y 11 jinetes del Escuadrón Las Heras al mando del Alférez Enrique Stange, permanecía en las inmediaciones de Tacna, cerca de Pachía, confiada por las buenas noticias del fin de la guerra. Pero, lamentablemente, aún merodeaba el sanguinario guerrillero cubano Pacheco Céspedes por la zona. Animado por su deseo de venganza por las derrotas en Locumba y Mirave, mas no por patriotismo o esperanzas reales de revertir la situación del Perú, reunió cerca de 200 montoneros a caballo y un número similar de hombres a pie. Velásquez se enteró de los movimientos de estas montoneras y ordenó al resto del batallón Ángeles regresar desde Tacna intentando evitar un ataque a la pequeña guarnición, batalla que, a esas alturas, hubiese sido absolutamente innecesaria. Pero Pacheco Céspedes aspiraba ilusamente a reconquistar Tacna y emprendió camino a la ciudad. Allá se enteró de que los chilenos del Ángeles se aproximaban, pudiendo llegar en horas de la noche, lo que ponía en aprietos sus aspiraciones de tomar la ciudad sin problemas. Sin embargo, también fue informado de que el destacamento menor permanecía en Pachía, despertando sus más feroces deseos de causar una masacre, amparado en la superioridad numérica. El guerrillero juntó a sus 400 montoneros y, el 11 de noviembre de 1883, partió de inmediato a Pachía, escondido por la densa neblina. Llegó cerca de las 6 de la mañana, dividiendo su tropa en tres grupos. Muchos de los chilenos se estaban preparando para salir a misa aquel día domingo, cuando súbitamente comenzaron los disparos hacia el cuartel, alcanzando a los que se encontraban afuera. Rápidamente, el capitán López ordenó salir y los pocos chilenos que alcanzaron a hacerlo, se arrojaron valientemente contra el enemigo. Una bala dio contra el pie de López, mandándole al suelo. Stange, que alcanzó a ver toda la acción desde una caballeriza que había junto al cuartel, no perdió tiempo y partió a dar carga de sables con sólo cinco de sus jinetes, para alejar a los montoneros de las puertas de la construcción donde se encontraban los chilenos sin poder salir. El Alférez partió al frente, cortando la montonera con dos cargas no sin antes ser herido en su brazo izquierdo. La violencia espantó al caballo del corneta, que salió corriendo descontrolado. El despeje del frente del cuartel permitió la salida de los chilenos y arremetieron contra los guerrilleros. Sin embargo, una segunda ráfaga lo atravesó, dándole muerte a él y a su caballo. Los montoneros, con su característico salvajismo, continuaron clavando sus bayonetas y lanzas contra los cuerpos, aún después de caídos. La fuerza de los chilenos logró espantar a los montoneros, temerosos de que aparecieran refuerzos de un segundo a otro luego de dos horas de combate. 16 chilenos murieron en ese último combate, que terminó de llenar el cielo con las almas de los héroes chilenos de la Guerra del Pacífico... Los últimos héroes. Cerca de las 10 de la mañana llegó el resto del Ángeles, al mando de Francisco Antonio Subercaseaux. Salieron tras la montonera alcanzándola cerca de Tatara, aplastándola y vengando la masacre con una violentísima carga de sables. La última montonera del Perú, llegaba así, a su fin.
Paralelamente, en Bolivia comenzó el repliegue final de la clase política más conflictiva y abrió paso a la revisión de las razones mismas que habían motivado la aventura delirante de la guerra en 1879, desatando sinceridades de parte de sus dirigentes que hoy sonrojarían a los cultores del histórico discursillo antichileno del Altiplano, culpando a La Moneda, los ingleses y la "burguesía" de todas las causas de la contienda. El día 27 de septiembre de 1883, el ex canciller boliviano Mariano Baptista decidió terminar con estas caretas y rodeos, y presentó en la Comisión del Senado de Bolivia un lapidario informe, que causó verdadero estupor en la clase política altiplánica, impacto que fue fundamental para la imposición de la corriente boliviana que optaba por la rendición y la aceptación de las condiciones impuestas por Chile en contra de la voluntad del General Campero. Según el texto de la memoria de Baptista y sus comentarios en la obra "Chile y Bolivia definen sus fronteras, 1842-1904", de Conrado Ríos Gallardo, este informe habría reconocido explícitamente las culpas bolivianas en su propia situación al final de la guerra (las mismas que sus historiadores hoy se empeñan en negar), en los siguientes términos:
El mismo Senado de Bolivia publicó este informe con el siguiente epígrafe:
Con estas premisas circulando en la corporación parlamentaria de Bolivia, los días de los ilusos aliancistas en el gobierno estaban contados. Desde fines de 1883, y creciendo el impacto del informe de septiembre presentado por Baptista ante el Senado, La Paz ya no pudo extender más la rendición y aceptó un borrador de acuerdo para la tregua. Por esos días se había hecho correr el rumor de que Bolivia organizaba un "poderoso" ejército para invadir Arequipa y Puno, restituyendo la Alianza y los combates. Sin embargo, al viajar Lynch a la zona, notificó a Velásquez de la completa tranquilidad en que se encontraban, fuera de peligro. Pero la certeza del acuerdo con Perú ya había bastado por sí solo para destruir cualquier ilusión de resucitar la alianza. El 12 de enero de 1884, la Cámara de Diputados había aprobado en Chile el proyecto de acuerdo con Lima. Sólo votó en contra don Augusto Matte, quien previó que la situación pendiente de Tacna y Arica acarrearía futuras controversias. El día 13, también fue aprobado en el Senado por unanimidad. En el Perú la situación no fue distinta: el 8 de marzo siguiente la Asamblea aprobó el tratado de rendición por 90 votos contra seis. No había nada más que discutir. La clausura de las aduanas en Arica y Mollendo y la ratificación del Tratado de Ancón, entre Chile y Perú, acabó con las esperanzas del Altiplano, lo que permitió el avance de posiciones conciliadoras como la de Baptista, además de poner el evidencia las ventajas que Chile podría haber tenido para invadir La Paz sin mayores problemas, forzando la rendición o expandiéndose sobre su territorio. Se había designado para entonces una comisión integrada por el Vicepresidente Belisario Salinas y el Presidente de la Cámara Belisario Boeto; ambos, viajaron a Santiago y presentaron, el 12 de febrero, un acuerdo de arreglo. Pero La Moneda lo rechazó por no contemplar los límites del territorio oriental. Una segunda propuesta también cayó al tacho, cuando las autoridades advirtieron que en ella no aparecía definida la situación de la Puna de Atacama, a la sazón ocupada militarmente por Chile. Estas disputas provocaron una grave nueva ruptura el 28 de marzo. Sin embargo, la orden impartida a Lynch por Santa María, de avanzar sobre Bolivia con 15 mil hombres, con los que hubiese bastado llegar a La Paz en sólo unas cuantas horas, aterró al Altiplano, obligándoles a regresar a la mesa sin volver a golpearla. Los representantes bolivianos advirtieron, sin embargo, que se esperara la llegada del nuevo mandatario paceño, Gregorio Pacheco, para continuar discutiendo el fondo del acuerdo. Sabio consejo, porque el 4 de abril, finalmente, era firmado en Valparaíso el Pacto de Tregua de 1884. Irónicamente, la muerte del ex Presidente Aníbal Pinto llegaría el 9 de junio siguiente, en su modesta casa de Valparaíso, el mismo que se había visto en la necesidad de declarar la guerra cinco años antes.
Mientras llega la oportunidad de celebrar un tratado definitivo de paz entres las repúblicas de Chile y de Bolivia , ambos países, debidamente representados, el primero por el señor ministro de Relaciones Exteriores Aniceto Vergara Albano, y el segundo por los señores Belisario Salinas y Belisario Boeto, han convenido en ajustar un pacto de tregua, en conformidad a las bases siguientes: 1º.- Las repúblicas de Chile y Bolivia celebran una tregua indefinida, y en consecuencia, declaran terminado el estado de guerra, al cual no podrá volverse sin que una de las partes contratantes notifique a la otra, con anticipación de un año a lo menos, su voluntad de renovar las hostilidades. La notificación, en este caso, se hará directamente o por conducto del representante diplomático de una nación amiga.
Este pacto será ratificado por el gobierno de Bolivia en el término de cuarenta días, y las ratificaciones canjeadas en Santiago en todo el mes de Junio próximo. En testimonio de lo cual, el señor ministro de Relaciones Exteriores de Chile y los señores plenipotenciarios de Bolivia, que exhibieron sus respectivos poderes, firman por duplicado el presente tratado de tregua, en Valparaíso, a cuatro días del mes de Abril del año mil ochocientos ochenta y cuatro.
Cáceres acepta derrota. El retiro chileno desde Perú ![]() Otra leyenda que ha circulado con insistencia entre grupos de derecha peruanos, es la supuesta negativa de Cáceres a aceptar la rendición del Perú, según la cual jamás aceptó la tregua. Para poder ajustar la realidad al mito, dice esta fantástica versión de los hechos, que el "Brujo de los Andes" retornó a la Sierra para armar una nueva montonera que estaba lista para arrojarse contra Chile pero que, al imponerse el acuerdo de paz antes de actuar, se frustró. Otras versiones pretenden ser menos exageradas e intentan expiarse del peso de la derrota alegando que, si Cáceres hubiese alcanzado a reorganizar sus montoneras, habría dado un nuevo y definitivo frente de combate a los chilenos. Sólo la aprobación del tratado impidió esta posibilidad, siendo presentada a veces con tal descaro, que algunos grupillos peruanos -posesos de sentimientos revanchistas- insisten en que esta segunda etapa de la Guerra del Pacífico, desde 1881 a 1883, fue "ganada" por ellos, por sus montoneras, y no por Chile como diría la historia oficial. Pensarán tal vez, estos creativos historiadores, que tras la victoria en Huamachuco los chilenos seguramente debían partir a esperarlos tranquilamente sentados en la plaza de Lima, para que se reunieran otra vez en torno a Cáceres y hasta la campana del siguiente round. La verdad sin embargo, es bastante más triste y dura para su autoestima. Aunque su popularidad había aumentado con las derrotas, Cáceres jamás pudo reorganizar alguna montonera poderosa, pues el ejército se sometió al nuevo gobierno de Lima y las indiadas quedaron reducidas a minúsculos clanes dedicados más tiempo a pelear entre sí que por alguna otra causa. Poco antes de la caída de Montero, el caudillo aún tenía energías para declararle por escrito:
Sin embargo, para el verano,
el otrora "Brujo de los Andes" se encontraba prácticamente
abandonado y sólo en la serranía, sin otra compañía
permanente que la de su equino "Elegante". Fue allí
cuando llegó a sus oídos la noticia de la aprobación
del Tratado de Ancón, en marzo de 1884. El futuro presidente
del Perú no podía enfrentar un panorama peor.
A Cáceres ya ni siquiera le interesaban los chilenos, cuya presencia sólo quería alejar del Perú. Su interés era emprenderlas contra Iglesias, a sus ojos culpable de todas las últimas calamidades. En esa situación, no sólo evitó cualquier resistencia al tratado, sino que lo aprobó a través de un manifiesto que Lynch consiguió arrancarle, poco después, en el que el caudillo peruano declara:
Aunque Lynch trató
de reconciliar a Cáceres e Iglesias, nada logró. Si
bien ninguno de los dos logró provocar en el otro los peores
males que mutuamente se deseaban, ambos abanderaron dos posiciones
políticas e históricas que evidenciaron las profundas
divisiones internas del Perú, aún subsistentes, que
se reflejan la esencia de su inestable y siempre tormentosa vida cívica
y política, hasta nuestros días.
Ratificado el acuerdo con Perú, aceptado éste por Cáceres y luego firmado el tratado con Bolivia, la presencia de los chilenos en territorio peruano se hizo innecesaria, comenzando la desocupación de Arequipa, Lima y las serranías interiores. El representante Jovino Novoa quedó allá, como plenipotenciario chileno en Lima. Para evitar desconfianzas, los Gobiernos de Chile y Bolivia agregaron el 8 de abril de 1884, al acuerdo de tregua, un protocolo adicional que establecía límites al plazo de ratificación del tratado. Ambos países lo cumplirían a fines de aquel año de 1884. La porfiada banca europea dio señales de querer realizar un nuevo intento de presión por aquel entonces, reagrupando a Inglaterra, Italia, Francia, Holanda y Bélgica, las mismas naciones que hasta hacía poco musitaban histéricas muecas de horror ante la guerra, y ahora veían, insólitamente, la paz impuesta como una amenaza, intentando intervenir en el desarrollo de los acuerdos para el Tratado de Ancón para evitar que el guano se repartiera entre Chile (por un plazo, para luego devolverlo al Perú) y los tenedores de bonos con garantía de hipoteca, conocidos como los bondholders. Dreyfus y su compañía estaban detrás de estas aspiraciones, pero nuevamente se estrellaron contra la negativa de Alemania y los Estados Unidos a participar del asunto. Von Bismarck ordenó a su representante en Santiago, Von Schenk, imponer de los hechos a La Moneda, señalando a los franceses como principales instigadores. Vale recordar, sin embargo, que los acuerdos dejaron muchas ventanas abiertas que los diplomáticos no fueron capaces de advertir en aquel momento, ansiosos de firmar la paz con prontitud. El Tratado de Ancón no estableció mecanismos claros que permitieran solucionar la situación de Tacna y Arica de acuerdo a la vía plebiscitaria. Esta situación fue solucionada sólo en 1929, con un nuevo y definitivo tratado que permitió al Perú mantener Tacna y a Chile conservar Arica. En el caso de Bolivia los problemas no fueron menos, llegándose a un acuerdo de 1895 que terminó anulado, y desde ahí a uno final: el Tratado de 1904, que le permitió al Altiplano amplias y generosas garantías de tránsito por el territorio chileno hacia nuestros puertos. Sin embargo, el hecho de que este tratado obligara a La Paz a acatar la pertenencia chilena de Antofagasta, ha generado serios resquemores históricos que aún persisten, empeñados en desconocer la palabra jurada. También es oportuno recordar que las influencias y el desarrollo de la diplomacia durante la Guerra del Pacífico, apenas terminaba ésta, ya habíase perfilado por el reconocimiento de los países que actuaron como los verdaderos amigos de Chile o bien respetaron con dignidad la neutralidad, especialmente el Imperio Germano y Brasil. Si la política norteamericana hubiese sido constante y tampoco hubiese caído en políticas contradictorias durante los años posteriores, también se habrían formado sólidos nexos de este tipo con los Estados Unidos. El caso del intervencionismo compulsivo francés, en contraste con la lealtad germana durante el conflicto, explica la facilidad con la que el Ejército de Chile se desprendió rápidamente de los elementos de la estética y disciplina con evidentes inspiraciones franco-legionarias, por el estricto proceso de prusianización que comenzaría a incorporarse poco después, por iniciativa del ilustre Presidente Balmaceda y encabezado por el controvertido General alemán Emilio Körner Henze, profesor de la Escuela de Artillería e Ingenieros de Charlottemburgo. Eran los hitos históricos que le deparaba el devenir del destino a este país, al culminar aquella guerra que, sin duda, se inscribe entre las grandes guerras del mundo, tanto por el despliegue de fuerzas, como por su duración y por la cantidad de vidas heroicas chilenas, peruanas y bolivianas que saltaron a la inmortalidad. Finalmente, cumplidos todos los últimos trámites, Patricio Lynch subió a la "Abtao" con sus guerreros en el Callao, el día 4 de agosto de 1884. Cuatro días más tarde, cuando aún estaba embarcado rumbo a Valparaíso, donde le esperarían masas eufóricas de compatriotas, su extraordinaria labor fue reconocida con un merecido ascenso a Almirante. Terminaba así, la saga de la Guerra del Pacífico. |